Aumento de la violencia doméstica, un flagelo global

En Uruguay, todos los años crecen las denuncias por violencia de género y el 2020 no fue una excepción. El año de pandemia ocurrió entre un aislamiento voluntario –porque el Poder Ejecutivo apeló a la libertad responsable– y uno obligatorio porque más de un cuarto de millón de uruguayos marcharon al seguro de desempleo.
En medio de esa realidad, transcurría la otra pandemia que no asola únicamente a víctimas uruguayas, sino que se ha transformado en un flagelo universal. En Paysandú, el 6% de aumento en las denuncias visibilizó un problema intrafamiliar y sin solución a la vista, donde la violencia no solamente se ejerce contra las mujeres, sino de nietos hacia abuelos y de hijos a padres.
A nivel local, entre 6 y 7 denuncias todos los días –y más de 100 diarias en todo el país– delimitan el escenario de un problema mayor. Porque no viene de otros ni de desconocidos, sino desde las mismas paredes que supuestamente contienen y brindan amor. O al menos, esa es una definición muy precaria del hogar. Porque lo otro sería convivir debajo de cuatro paredes y un techo, donde cada día que transcurre es un desafío para sus habitantes.
En el país, la situación no es mejor. El último informe difundido por la División de Políticas de Género del Ministerio del Interior a fines del año pasado señaló que cada 13 minutos la policía recibe una denuncia por violencia doméstica. Hasta octubre se registraron más de 33.000 acusaciones por ese motivo y correspondían a 1.000 más que 2019.
No hay forma de ver los descensos a nivel nacional desde un punto de vista positivo. Porque se desconoce si la víctima dejó de denunciar y cedió ante las amenazas. Y tampoco es posible vislumbrar un panorama mejorado ante una realidad que está latente. Porque en la mayoría de los casos, el vínculo entre familiares sanguíneos es muy fuerte.
Incluso al hablar de casos de violencia no se puede limitar al golpe, en tanto las situaciones de violencia psicológica lideran una estadística muy clara con casi el 50% de los casos, seguidos del 42% de violencia física.
Más del 70% de las denuncias refieren a mujeres y más del 28% son hombres. En el primer caso, es alarmante la violencia contra niñas menores de 12 años. Esta historia, que nunca se acaba, fue definida en el Foro Económico Mundial de 2018 de una forma pesimista, acorde a la situación: “tienen que pasar 200 años para lograr cerrar todas las brechas”.
Porque, sin desconocer la importancia de la emergencia sanitaria global que atraviesa el planeta por la COVID-19, la violencia basada en género y generaciones también significa un riesgo para la salud física y mental de quienes atraviesan por esas situaciones.
En América Latina y el Caribe el crecimiento se da en forma exponencial año tras año. Y las formas de encarar el problema son tan diversas como las políticas de género que aplica cada nación.
A pesar de la logística desplegada en Uruguay contra este flagelo, los titulares se volvieron monotemáticos en un año de pandemia. Pero en los momentos de mayor confinamiento social, también aumentaron las denuncias en un 80% al 0800 4141. Quiere decir que algo más que la COVID-19 pasaba dentro de algunos hogares uruguayos.
Este servicio funciona desde hace unos 30 años y en primera instancia fue creado dentro de la Intendencia de Montevideo. Pasó a ser nacional en 2001 y desde hace dos años está a cargo de Inmujeres. Los recursos, al menos en estas áreas sociales, se vuelven imprescindibles y este año que recién comienza presenta el desafío de ver la evolución de los servicios.
Porque el punto de inflexión se encuentra en el acatamiento de las medidas por parte de los victimarios y la respuesta judicial a esos incumplimientos. Algunos de los cuales han tenido un saldo trágico. Y en otros, los procesos se transforman en una odisea digna de un relato cinematográfico, con tantas idas y vueltas para las víctimas, que al final el Estado que protege también ejerce su propia violencia.
Porque, en ocasiones, seguir un juicio requiere de dinero y tiempo, en otras una posible revictimización y casi siempre la exposición de situaciones que ineludiblemente vulneran.
El sistema no debe fallar, y si un procesado con tobillera electrónica desatiende una medida judicial debe actuarse según las disposiciones vigentes, como en cualquier caso de desacato porque está en juego la vida que trata de protegerse. En Uruguay, al menos hasta octubre, se habían dispuesto 1.720 tobilleras a las víctimas y a sus agresores.
Por eso, las secuelas de la pandemia serán aún más duras. La salud mental, la problemática social y la violencia intrafamiliar deberán figurar en las estadísticas como el otro saldo invisible, además de los muertos y los casos positivos por COVID-19.
El panorama tenderá a complicarse con los años por las complejidades propias de nuestras comunidades. Es probable que ni en 200 años se mejore esa brecha y con el paso de las generaciones, las paredes del hogar no siempre vayan a contener ni sea un lugar acorde para la convivencia. Pero, sí, hay que convivir con los cambios culturales que nos llevan a denunciar y no a callar. Como se hacía antes, cuando los casos ocurrían igual y nadie sabía o tampoco interesaba el infierno del otro.