Cómo salvamos la capa de ozono

En 1985, el mundo enfrentaba una gran crisis ambiental.
Después de años de estudios, los científicos alertaron de que la capa de ozono estaba “adelgazando” y corría el peligro de desaparecer. La respuesta fue de alarma mundial, pero también de una serie de acciones sin precedentes en la historia.

Gobiernos, científicos, líderes mundiales y compañías trabajaron en un acuerdo común para prohibir los clorofluorocarbonos (CFC), las sustancias químicas que estaban debilitando ese manto que se extiende de los 15 km a los 50 km de altitud y reúne el 90% del ozono presente en la atmósfera.
Ese convenio tiene un nombre, Protocolo de Montreal, y es considerado un hito histórico.
Desde su entrada en vigor el 1 de enero de 1989, las emisiones de CFC han caído a niveles mínimos. En 2018, la NASA dijo que la cantidad de químicos que destruyen la capa de ozono estaban disminuyendo y que esta estaba camino a recuperarse.

El secreto del éxito

¿Cómo fue posible semejante éxito? Y lo más importante: ¿se puede lograr un acuerdo similar para frenar el cambio climático?
“La principal razón por la que el Protocolo de Montreal es considerado un éxito es porque ha logrado reducir la emisión de los gases que en algún momento conocimos como reductores de la capa de ozono”, le explica a BBC Mundo Carlos Méndez, vicepresidente en el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU (IPCC). “Lo interesante es cómo cientos de naciones involucradas en el protocolo llegaron a hacer realmente efectiva la implementación de un acuerdo que le convenía a todo el mundo”, recalca Méndez. Sin embargo, el proceso para salvar la capa de ozono no fue un camino de rosas.
Desde que los científicos descubrieran que los CFC agotaban a la capa de ozono en 1974, hubo mucha reticencia por parte de los fabricantes y los grupos de la industria química.

Evidencia científica

En 1973, el químico mexicano Mario Molina se unió al grupo de trabajo del profesor Frank Sherwood Rowland en la Universidad de California en Irvine, Estados Unidos.
La línea de investigación que Molina escogió fue el impacto de los CFC, unos químicos que se estaban acumulando en la atmósfera, pero de los que se creía no tenían efectos significativos sobre el medioambiente. Al principio, la indagación no parecía ser particularmente interesante. Molina se centró en qué podría destruir los CFC de la atmósfera, pero nada parecía afectarlos. Hasta que se encontró con que los rayos ultravioletas provenientes del sol podían descomponer los CFC, liberando cloro y desatando una reacción química que destruiría el ozono presente en la atmósfera.

De debilitarse la capa de ozono, los rayos ultravioletas llegarían a la superficie de la Tierra sin ningún tipo de filtro, multiplicando los casos de cáncer de piel, problemas oculares y daños irreversibles al medioambiente. Fue entonces cuando Molina y Sherwood se dieron cuenta de la magnitud del problema. Molina y Sherwood publicaron sus hallazgos en la revista científica Nature en junio de 1974 y se apresuraron a compartirlos no solo con científicos sino también con políticos y medios de comunicación.

No faltó quien cuestionase la ciencia y vaticinase una ruina económica. Los CFC estaban por todas partes, tenían aplicaciones muy útiles en una gran diversidad de objetos y procesos del día a día.
Populares por su baja toxicidad, practicidad y precio, los CFC podían encontrarse principalmente en la industria de la refrigeración, en heladeras, sistemas de aire acondicionado, aerosoles y aislantes térmicos.
Su principal promotor, el químico Thomas Midgley, murió pensando que le había hecho un gran favor a la humanidad. De acuerdo con David Doniger, director estratégico del Programa de Energía Limpia en el Consejo de Defensa de los Recursos Naturales de EE.UU., la forma en la que los fabricantes de CFC reaccionaron ante la noticia es muy parecida a cómo la industria del petróleo y el carbón actúan hoy frente a las medidas a tomar para frenar el cambio climático: cuestionando la ciencia, atacando científicos, prediciendo debacles económicas. Pero para 1985 la evidencia de su efecto sobre la capa de ozono era suficiente para tomar cartas en el asunto.

Voluntad política

“Cada nueva información que aparece confirma que la capa de ozono está siendo dañada por los CFC y otras sustancias químicas., y que si no logramos pronto ralentizar y luego revertir ese proceso, nuestra salud y nuestra forma de vida sufrirá”.
La primera ministra británica Margaret Thatcher abordó el tema con esas palabras durante la Conferencia sobre la Capa de Ozono celebrada en Londres en 1990, a poco más de un año de la entrada en vigor del Protocolo de Montreal.

“El Protocolo de Montreal fue un logro histórico”, prosiguió. “Proporcionó la primera evidencia real de que el mundo tenía la voluntad de cooperar para abordar los principales problemas ambientales. Y ese fue un gran paso adelante internacional”. Incluso el entonces presidente de EE.UU., Ronald Reagan, cuya administración no mostraba interés en temas ambientales, terminó aceptando la evidencia científica.
Los países comenzaron gradualmente a eliminar los CFC y sustituyéndolos con otros productos químicos menos dañinos para la capa de ozono.
Los expertos estiman que para 2030 la capa de ozono se habrá recuperado en las latitudes medias, seguido por el hemisferio sur en la década de 2050 y en las regiones polares para el 2060.