Integración si, desintegración, no

Los estragos económicos y sociales causados por la pandemia del coronavirus COVID-19 obligaron a los gobiernos de todos los países (sin importar sus signos políticos, ideológicos o filosóficos) a realizar cuantiosos gastos para tratar de mitigar las nefastas consecuencias de un fenómeno que generó un alto en la actividad global que lentamente comienza a recuperarse. Alemania, por ejemplo, aprobó en junio de 2021 un proyecto presupuestario para el 2022 con un nuevo endeudamiento de casi 100.000 millones de euros (119.000 millones de dólares) para financiar más medidas contra la pandemia de COVID-19, lo que elevó la deuda total relacionada con el coronavirus en el período 2020-2022 a 470.000 millones de euros.

Como ha señalado la economista argentina Andrea Podestá, “tradicionalmente, el rol de la política fiscal se ha resumido en tres funciones que están interrelacionadas: la asignación de recursos, la distribución del ingreso y la estabilización de la economía. La primera se refiere a suministrar con eficiencia los bienes y servicios públicos de forma de asignar mejor los recursos cuando existen fallas de mercado. En la segunda, la política fiscal tiene por objeto modificar la forma en que los bienes se distribuyen entre los miembros de una sociedad, ajustando la distribución del ingreso y la riqueza de las personas, las zonas geográficas, los sectores o los factores productivos, para alinearla a lo que la sociedad considera más justo o igualitario. En la tercera función se procuran atenuar las variaciones de los ciclos económicos, reducir la volatilidad de las variables macroeconómicas y contribuir al crecimiento económico, al empleo y a la estabilidad de los precios”. En pocas palabras: los recursos públicos pueden ser utilizados excepcionalmente en casos de crisis para prevenir o mitigar algunos efectos puntuales que la misma pueda tener en determinados sectores de actividad. Obviamente que cuanto mayor enfocada sea la ayuda que se le otorga a los damnificados, mejor uso se estará dando a los siempre escasos fondos públicos. No se trata pues de que “papá Estado” se haga cargo de todos los problemas que se presenten en la economía (algo que al final alguien termina pagando de una u otra forma por aquello de que “no existe el almuerzo gratis” y ese “alguien” obviamente es Juan Pueblo) sino de saber cómo, cuándo y dónde utilizar esos menguados recursos.

Como ha señalado la publicación española “El Economista” en relación con el aumento del gasto público causado por el COVID.19, “una de las batallas ideológicas más decisivas a lo largo del Siglo XX, en los países con un sistema capitalista, fue la que protagonizaron John Maynard Keynes y Friedrich Hayek, ambos amigos, defensores del liberalismo y enemigos filosóficos con fuertes diferencias sobre el papel del estado: si debía ser intervencionista o mantenerse al margen de la economía. Keynes dominó los años posteriores al Crack del ‘29 y, especialmente, los de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, con sus propuestas de gasto público e inversiones estatales. Hayek, por contra, vivió su momento de gloria de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que usaron sus teorías como inspiración para sus respectivos países. Una hegemonía que duró cuatro décadas y a la que el COVID parece haber puesto fin: Keynes ha vuelto, de la mano de los herederos de quienes le enterraron”.

En nuestro país, las ayudas que el gobierno adoptó y ejecutó como forma de paliar los efectos económicos de la crisis sanitaria tuvieron una clara relación con las políticas keynesianas y el propio presidente Luis Lacalle Pou lo expresó en claridad: “No vamos a amputarnos ningún mecanismo para poner a andar al país (…) No somos ortodoxos” (…) “Recuerdo acá que la ministra de Economía cita a uno de sus autores preferidos que es Keynes; a muchos les llama la atención, yo lo aprendí a valorar un poco escuchando a Azucena Arbeleche”. A través de variados instrumentos concretos tales como beneficios tributarios y seguros de paro especiales, entre otros, el gobierno nacional apoyó en tiempos de COVID-19, pero ante la caída de la actividad comercial en nuestro departamento, esa ayuda brilla por su ausencia.

En la actualidad, Paysandú está siendo atacado por un nuevo virus que causa más daños desde el punto de vista económico y social: la compra de bienes y la contratación de servicios que los sanduceros realizan en la ciudad de Colón. Como ya lo hemos señalado en innumerables ocasiones, los efectos económicos de esta angustiante situación comenzaron a sentirse en el momento mismo en el cual se habilitó nuevamente el libre tránsito de vehículos y personas por el puente internacional que nos une con esa ciudad entrerriana. La sangría es abundante e imparable, de la misma forma que son imparables las consecuencias, que incluyen envíos a seguro de paro, despidos o crecimiento de la informalidad empresarial. Inexorablemente Paysandú camina a paso largo a una larga noche de crisis, porque mientras el dinero en efectivo se gasta en la vecina orilla, de este lado crecen las deudas en tarjetas de crédito, la libreta del almacén donde se compra lo que no se trae del otro lado, los préstamos contraídos para pagar el día a día, entre un largo etcétera. Y a contramano de la lógica, el gobierno nacional fomenta el “bagayo” y la destrucción del empleo sanducero otorgando la famosa tarjeta vecinal para obtener un descuento en el pago de peajes e incluso exonerando de su pago al retornar a territorio uruguayo los días domingo. Eso no es fomentar la integración de Paysandú, eso es fomentar la desintegración de Paysandú.

¿Cómo es posible que ante esta situación el gobierno nacional no tome cartas en el asunto? Existen dos caminos bien claros: o se vuelve al “cero kilo” de la era Mujica, cuando designó a un duro administrador de Aduanas para que se cumpliera a rajatabla –en este caso Horacio García Daglio–, con excelentes resultados, o destina cuantiosos fondos públicos (en forma directa o a través de renuncias fiscales como sucede con el Imesi a las naftas) para tratar de conservar los puestos de trabajo que aún existen y recuperar los que se han perdido. Esta última opción parece menos efectiva, pero es imprescindible para comercios que han visto esfumar sus ventas sin posibilidad de competir aún si no tuviesen que pagar impuesto alguno ni servicios, como es el caso de las estaciones de nafta, las ópticas, almacenes, farmacias, etcétera.

Pero como dice el viejo refrán, “Dios está en todas partes pero atiende en Montevideo” donde esta realidad no golpea, y es precisamente a esos jerarcas a los cuales debemos explicarle que nuestro departamento necesita un paquete de medidas que, con la misma filosofía que se aplicó durante la pandemia del coronavirus COVID-19, se apoye la economía departamental en forma focalizada, ayudando a quienes realmente lo necesiten y con la mayor transparencia sobre los fondos utilizados y su destino.
El gobierno nacional tiene que remangarse la camisa de una vez por todas y asumir su responsabilidad con Paysandú. Y debe saber que, de no hacerlo, pagará las consecuencias duramente, porque cuando los comercios cierren, el desempleo se multiplique, la pobreza se dispare y el dinero circulante desaparezca sin remedio, el “pueblo” inexorablemente culpará al actual gobierno de la “carestía”, de la falta de empleo, de las tarjetas sociales que no alcancen para llegar a fin de mes. Y se habrá olvidado que todo eso que falta de este lado del río es la riqueza que se fue hacia Colón. Lo decimos en forma clara, directa y para quien lo quiera escuchar. Si a la ministra Azucena Arbeleche le gusta tanto el economista John Maynard Keynes, que se ponga a trabajar en un plan con fondos públicos para ayudar a Paysandú, tal como hizo con el COVID-19.