Escribe Ernesto Kreimerman: hay que resignificar la IA en clave democrática

El primero fue Umberto Eco. Por lo menos, fue el primero en decirlo con impronta apasionada, muy italiana: gesticulando, valiéndose de las palabras con movimientos corporales que resignifican el contenido, parte del ecosistema social del café, y en ese espacio social, extrovertidos. La Stampa, junio de 2015: “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.

También en 2015, en el diario ABC de España, Eco profundizaría: “La televisión ha promovido al tonto del pueblo, con respecto al cual el espectador se siente superior. El drama de Internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.

En una conferencia en la Universidad de Turín, insistiría: “El fenómeno de Twitter es por una parte positiva, pensemos en China o en Erdogan. Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría sido posible con Internet, porque la noticia se habría difundido viralmente. Pero por otra parte da derecho de palabra a legiones de imbéciles”.

Pero el autor de Apocalípticos e Integrados, pese a ser muy claro y categórico en sus advertencias acerca de Internet, no lograba conmover. Da un paso más, y en declaraciones al diario El País de Madrid diría: “Internet puede haber tomado el puesto del periodismo malo… Si sabes que estás leyendo un periódico como El País, La Repubblica, Il Corriere della Sera…, puedes pensar que existe un cierto control de la noticia y te fías. En cambio, si lees un periódico como aquellos ingleses de la tarde, sensacionalistas, no te fías. Con Internet ocurre al contrario: te fías de todo porque no sabes diferenciar la fuente acreditada de la disparatada. Piense tan solo en el éxito que tiene en Internet cualquier página web que hable de complots o que se inventen historias absurdas: tienen un increíble seguimiento, de navegadores y de personas importantes que se las toman en serio”.

Vuelvo al diario ABC, y por aquellos mismos días: “Hace un tiempo se podía saber la fuente de las noticias: agencia Reuters, Tas…, igual que en los periódicos se puede saber su opción política. Con Internet no sabes quién está hablando. Incluso Wikipedia, que está bien controlada. Usted es periodista, yo soy profesor de universidad, y si accedemos a una determinada página web podemos saber que está escrita por un loco, pero un chico no sabe si dice la verdad o si es mentira. Es un problema muy grave, que aún no está solucionado”.

No estaba solucionado en el 2015 ni tampoco lo está hoy. Es más; el problema se ha agudizado, aunque han surgido nuevas voces formulando nuevas advertencias, ya no sólo desde el plano de la ética y los valores democráticos, también desde el universo de la producción de nuevos desarrollos tecnológicos, cada vez más invasivos, más avasallantes, más reprochables.
Pero hasta ahora la fascinación que provoca el marketing de la urgencia, de la utilidad de lo inmediato, y de la indiferencia paqueta, se combinan para dejar correr y ser avasallado antes que revisar el estado de situación y ponerse del lado de los derechos, y de la integridad de las personas e instituciones.

Nuria Oliver, Directora Científica de la Fundación ELLIS, Alicante, en una columna publicada en el diario El País de Madrid del pasado 3 de mayo, replantea estos miedos, estas advertencias, y reafirmándose en Gandhi, de que “el poder para cuestionar es la base del progreso humano”, convoca al desafío de cuestionarnos, “especialmente de encontrar respuestas para las profundas preguntas que plantea la inteligencia artificial, IA”. Porque “no hay sociedad más vulnerable y fácilmente manipulable que una sociedad ignorante”.

La pregunta es ahora, urgente, y de proyección global, si podemos aplicar la inteligencia artificial a resolver cuestiones profundas en pro del interés general, de la sociedad, para resolver problemas profundos, significativos, y cerrar brechas, acortar distancias sociales, en suma, profundizar la democracia. Porque a diario, el marketing de la inteligencia artificial, enreda sus encantos en salvajes incursiones, casi siempre o siempre, violentando las escasas barreras legales que defienden la privacidad de los datos de los usuarios. Najat El Hachmi, filóloga española nacida en Marruecos, lo expresa con contundente claridad: “los amos de las grandes corporaciones tecnológicas no son más que señores feudales, grandes latifundistas digitales que nos tienen a todos comiendo de su mano porque, entre otras cosas, la comodidad, la velocidad, lo inmediato y lo accesible nos han convertido en aduladores acríticos de sus herramientas”.

Ahora es tiempo…

Estamos ahora frente a un manejo de la inteligencia artificial amoral, que encuentra y no necesita justificación a sus atropellos porque se ha colocado en un limbo especial, espacial, donde no llegan las leyes que emanan de los parlamentos democráticos, de donde se define y se protege el interés de los más desprotegidos, de la defensa de la sociedad de la igualdad de oportunidades y de acceso a los esenciales derechos humanos, entre otros, el del acceso a Internet y sus contenidos.

Es tiempo de plantearnos y replantear una inteligencia artificial que contribuya al progreso, un tiempo y un espacio donde cabemos todos o debemos hacer caber. Nadie puede quedar fuera ni atrás. Hay que darle un marco democrático, legal y de soberana prosperidad para que no sean otros, humanos o algoritmos, los que lo hagan por nosotros, adueñándose del futuro y concentrando cada vez más, inmoralmente, la riqueza.

La interacción, o cooperación, entre la inteligencia artificial y el interés social, o general, está lleno de desafíos y de posibilidades, pero para ello es requisito esencial redefinir este instrumento, elevar sus objetivos.

Hay que democratizar las redes y los contenidos. Hay que poner en valor los desarrollos porque el conocimiento no es neutro. Hay que premiar sí la audacia y la creatividad, pero en clave democrática. La inteligencia artificial debe ser, además y fundamentalmente, una herramienta para fortalecer la democracia y abatir, a mínimo, la inmoral brecha económica que crece año a año.
Democracia es poner en valor los desarrollos ya alcanzados y por alcanzar, producto de los avances logrados por la aplicación de la inteligencia artificial. No se trata de recorrer alternativas de una democracia algorítmica. Sino de cómo disfrutaremos, en sentido amplio, de los avances producidos a partir de la aplicación y desarrollo de la IA en nuevos procesos de gestión y producción. Ello implica la redimensión ética, jurídica, económica, y fundamentalmente de su dimensión política. Ésta es la vía para reordenar. Y los preocupados, por cierto, son muchos.