Buenos Aires (Por Horacio R. Brum).- El aeropuerto de Santiago de Chile, algunos días atrás: para volar a Buenos Aires, este corresponsal pasa por las cabinas del control de documentos, donde unos jóvenes integrantes de la Policía de Investigaciones (PDI), impecablemente uniformados con remeras negras y pantalones color arena, atienden con amabilidad y corrección. Algunos de ellos tienen, debajo del logotipo PDI amarillo, bordado sobre la izquierda de la remera, unas escarapelas con banderas extranjeras, que indican el idioma que hablan, además del español. La fila de espera es organizada por otro funcionario, quien dirige a los pasajeros hacia las cabinas más próximas a desocuparse y al lado de éstas se ven numerosos equipos con pantallas electrónicas, que están siendo probados para que el viajero que tenga documentos biométricos pueda hacer el trámite de salida por sí mismo.
Después de la revisión del equipaje de mano y el cuerpo en las máquinas de rayos X, también atendidas por un personal correcto, bien uniformado y bien organizado, se entra al área de espera de la salida de los vuelos, en la terminal internacional 2. Allí, junto a las tiendas de artículos extranjeros libres de impuestos, comunes en muchos aeropuertos del mundo, hay otras que ofrecen lo mejor de la producción nacional en alimentos y artesanías. La presentación de esos productos revela una capacidad para proyectar la imagen del país; son creaciones originales, hechas con gran atención a los detalles y con materiales de calidad. Esto está en consonancia con los servicios aeroportuarios y configura para el viajero la idea de un país estable, confiable y donde las cosas se hacen bien.
Llegada a Buenos Aires, aeropuerto de Ezeiza, después de un vuelo confortable, en la principal aerolínea chilena, a cargo de un personal cortés y de eficiencia profesional: en la cabina de Migraciones atiende una funcionaria joven, vestida al estilo punk, con tatuajes en el cuello y las manos, que mastica un chicle y hace un globo con él, el cual explota justo cuando este viajero presenta la cédula de identidad. Para llegar hasta las cintas de entrega del equipaje se pasa al lado de un local de venta de artículos sin impuestos, donde hay pocas cosas argentinas más que dulce de leche, alfajores y algunos vinos. Dos valijas demoraron en aparecer, porque habían caído de la cinta transportadora y alguien las puso en un rincón. No se veía por ninguna parte personal alguno que estuviera alerta a esos problemas.
Al salir del aeropuerto, a través de la terminal A “maquillada” pero que en esencia es la misma de muchos años atrás, aparece la gran torre de control –que iba a ser la más alta de Latinoamérica–, cuya obra no se concluye desde 2015. En esa época, se dio prioridad a la construcción de la terminal internacional B, porque el presidente Mauricio Macri quería presentarla como la gran obra de despedida de su gobierno. Esa intención quedó frustrada por las demoras en las terminaciones y fue el mandatario kirchnerista Alberto Fernández quien tuvo el goce político de inaugurar las instalaciones. Así, la torre quedó como otro monumento a la ineficiencia político-administrativa, que según la Cámara de la Construcción tiene 3.500 proyectos inconclusos en toda la Argentina, los cuales comprometen a unas 1.400 empresas, con 500.000 trabajadores. Pocas esperanzas hay ahora de que tal situación cambie, por la obsesión del gobierno de Javier Milei de reducir el déficit fiscal, con medidas radicales que incluyen el suspender casi todas las obras públicas.
Las diferencias de la imagen-país que se tienen al cruzar las fronteras chileno-argentinas también fueron captadas recientemente por un equipo del diario Clarín, que hizo el cruce del estrecho de Magallanes, para ir a Tierra del Fuego. La isla está dividida entre ambos países, pero sólo se puede llegar a ella desde Chile y en transbordadores de bandera chilena, porque Argentina nunca ha construido un puerto en su parte de la Patagonia ni en la margen opuesta fueguina. Los periodistas de Clarín hicieron el recorrido en auto desde la provincia de Santa Cruz, el antiguo feudo de los Kirchner, y describieron el cruce de la frontera:
“El Paso Integración Austral en Monte Aymond formaliza el adiós a la Argentina. Despintado, viejos teléfonos públicos sin tono se amuran a paredes con afiches de tiempos de pandemia, capas de cinta adhesiva manifiestan el desinterés…El abandono y el desapego son notables. No hay calefacción ni wifi. Para los que se retiran de la Argentina, un agente exige una declaración jurada, que debe hacerse en Río Gallegos, 60 kilómetros atrás. La información es errónea y el trato distante, incluso irascible… Un kilómetro más adelante, un arco da la bienvenida a Chile… La primera impresión se siente en el volante: la ruta no tiene hielo ni nieve. ‘Las mantenemos, no como ustedes’, dice un agente de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI).
El diseño del edificio es alpino… la limpieza es notable, tiene calefacción y wifi. Un cuadro del presidente Gabriel Boric está custodiado por dos banderas nacionales. El trato es amable, y antes de seguir, un agente de aduanas con un perro revisa el auto. Chile es estricto, la lista de cosas con lo que no se puede ingresar al país es extensa y particular”.
Simbólicamente, la imagen del presidente chileno plantea otras diferencias entre Chile y Argentina. Con un pasado de barricadas estudiantiles, Boric y su gente llegaron al gobierno con la idea de refundar el país pero pronto, tras el fracaso de los plebiscitos constitucionales, se dieron cuenta de que, aunque los ciudadanos deseaban cambios para mejorar sus vidas, no estaban dispuestos a respaldar la destrucción de la sociedad que conocían. Gabriel Boric reaccionó, incorporó a su equipo a personalidades con experiencia política y profesional (como el Canciller Alberto Van Klaveren, de larga trayectoria diplomática, quien sustituyó a una ministra que hablaba de una política exterior “feminista”) y mantiene buenas relaciones con los sectores de la política tradicional. De esa manera, Chile sigue siendo visto como un país que da confianza para las inversiones y su reputación internacional se basa en la estabilidad y la continuidad de las políticas de Estado, que trascienden a los gobiernos.
Al otro lado de la línea fronteriza, Javier Milei grita a los cuatro vientos que él llegó al gobierno para destruir el Estado y predica por las redes sociales el odio a los políticos, usualmente con palabras soeces. La ministra de Relaciones Exteriores es la dueña de un banco, sin experiencia alguna en relaciones internacionales, que debe dedicar mucho tiempo a resolver los conflictos que su jefe crea con sus insultos, de los que no se ha librado ni el Papa. Por otra parte, Milei quitó al ministerio de Relaciones Exteriores la función de promoción de inversiones y comercio internacional, para ponerla bajo el mando de su todopoderosa hermana Karina, la secretaria general de la presidencia. En Chile, ese cometido está a cargo de Pro Chile, una dependencia de la Cancillería, cuyo director general, con casi dos décadas de experiencia en el área, fue elegido por concurso público. Además de tener un grado en política económica internacional de una universidad inglesa, este funcionario fue agregado comercial en Colombia y Gran Bretaña, e hizo una buena parte de su carrera en los departamentos del ministerio vinculados a las relaciones económicas con el mundo.
En la opinión de Javier Milei, el primer mandatario chileno es un representante del “socialismo empobrecedor” y no ha habido ningún intento de la Casa Rosada para organizar un encuentro formal de los presidentes. Gabriel Boric, en cambio, vino a la asunción del mando de su colega argentino y le presentó sus saludos cortésmente. Pese a que en Chile existen bolsones importantes de pobreza, las proyecciones para este año indican que el número de pobres bajará al 5 o 6 por ciento de la población. Según el confiable Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), en el primer trimestre de 2024 la pobreza afectó al 55,5% de los habitantes de este país, unos 25 millones de personas. Tal número no es todo herencia del kirchnerismo, porque al producirse el cambio de mando el índice rondaba el 40%.