Un fenómeno que tiene más de 25 años

El estatal Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (Ipea) de Brasil publicó a fines del año pasado que en América Latina y el Caribe hay unos 20 millones de jóvenes que no estudian ni trabajan y eso representa el 21 por ciento del total de esa población en la región.
Los mayores índices se registran en México, El Salvador, Brasil y Haití y resalta, entre otros factores, la ausencia de políticas públicas, problemas de salud, obligaciones familiares y la crisis económica. Por sexo, el número de mujeres es casi el doble que los hombres y el 70 por ciento de los jóvenes que trabajan, lo hacen en la informalidad. También señala que el 40 por ciento no es capaz de hacer cálculos matemáticos “simples” y, con la excepción de los haitianos, tiene altas habilidades para utilizar los dispositivos tecnológicos.
La investigación analizó los casos de 15.000 jóvenes de entre 15 y 24 años que viven en áreas urbanas de Brasil, Chile, Colombia, El Salvador, Haití, México, Paraguay, Perú y Uruguay. La novedad del estudio es que “los jóvenes de la región presentan altos niveles de autoestima y de autoeficiencia” para “organizarse” y “alcanzar sus propios objetivos”, por lo tanto, faltaron políticas públicas en un continente que no ayudó al pasaje exitoso de un nivel educativo a otro ni buscó los incentivos necesarios para el acceso a los puestos de trabajo. Justo en países donde han pasado todas las gestiones políticas de izquierda, centro o derecha.
Pero tampoco hubo un cambio cultural necesario desde los referentes familiares para que esas transformaciones actuaran en consecuencia. Sin embargo, con los datos sobre la mesa, conviene cuestionarse si estos fenómenos son tan recientes o se pusieron ahora en las mesas de debate ante la necesidad de visibilizar una cuestión social que lleva bastante tiempo. Al menos en Uruguay.
En 2015, según el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, en el país había un 17 por cientos de jóvenes –la población entre 14 y 29 años– que no estudiaban ni trabajaban. El Observatorio Territorial Uruguay dispone de datos similares, pero de los jóvenes entre 14 y 24 años, e informa que Treinta y Tres lidera con el 27,5 por ciento de los denominados “ni-ni” y al final de la tabla se ubica Flores, con 13 por ciento.
La información recopilada hasta el año 2010 por varios organismos estatales, asegura que este fenómeno “lejos de ser un acontecimiento novedoso, se presenta de modo más o menos constante en los últimos 25 años, oscilando entre el 20 y el 23 por ciento”. De acuerdo a la información del Instituto Nacional de Estadística, si se estima esta población en 750.000 jóvenes, con los porcentajes mencionados, hablamos de unas 150.000 personas.
Otro estudio del Banco Mundial que hace un cálculo similar, ubica a Uruguay por debajo del promedio de la región, pero por encima de los países con altos ingresos (11 por ciento) y señala que en 1992, el 18,1 por ciento de los jóvenes entre 15 y 24 años no estudiaba ni trabajaba, en tanto en 2013 era el 17,9 por ciento. Son más de 140.000 jóvenes que han mantenido la cifra estable de jóvenes ni-ni. Por lo tanto, el fenómeno no se puede definir como novedoso, sino como visibilizado en momentos de altos enfoques hacia las poblaciones vulnerables. Enfoques que, ciertamente, no significa que vaya combinado de las acciones necesarias para bajar las cifras que se mantienen desde hace más de 25 años.
Sí existe una diferencia y es que se ha intentado buscar –-al menos en Uruguay– una justificación o explicación que ayude a comprender las realidades que no pudieron solucionarse ni desde un Estado, ni desde un cambio cultural intrafamiliar.
El Instituto Uruguayo de la Juventud (INJU) asegura que de ese 17 por ciento que no asiste al sistema educativo formal ni realiza un trabajo remunerado, el 37 por ciento busca un empleo, el 33 por ciento realiza trabajos domésticos y de cuidados no remunerados y el 20 por ciento recibe una pensión por invalidez.
En cualquier caso, los análisis coinciden en que las realidades son diferentes pero la estigmatización es pareja.
Y aquí –algo que tampoco resulta novedoso– resalta la falta de reconocimiento de un fenómeno que lleva décadas por su complejidad, pero que en los últimos años se ha intentado buscarle explicaciones por el lado más simple. Y otra vez se apunta a los medios de comunicación como los grandes impulsores de esta expresión, “vinculando el término con categorías negativas en los jóvenes, tales como ‘vagos’, ‘pasivos’, ‘resignados’, ‘sin perspectivas de futuro’”, señala un informe del INJU.
En realidad, el término va a cumplir una década y se usó por primera vez en Londres, con la publicación del informe “Cerrando la brecha: nuevas oportunidades para jóvenes entre 16-18 años que no estudian ni trabajan ni reciben formación”, difundido por la Unidad de Exclusión Social del Reino Unido. Es decir que nació del acrónimo NEET y como una definición técnica.
Después se extendió a otros países y continentes, mientras que las connotaciones subjetivas –y políticas– corren por cuenta de quienes las afirman.
Es, como vemos, erróneo el concepto que ubica a este segmento de la población en un momento o época específica y los revictimiza por un lado, o los usa como argumento en sus debates políticos, porque desde hace más de una generación que las cifras se mantienen estables. Si el árbol impide ver el bosque, entonces habrá que correrse de los lugares comunes y reconocer que es un problema que arrastramos desde hace años.
Nadie afirma que es un asunto que se pueda solucionar de la noche a la mañana, sin embargo, confirma que la brecha permanece. Ese es un dato de la realidad, a pesar de los discursos altisonantes. Tanto para un lado, como para otro.