Volver a los debates

En una democracia plena, los debates televisados entre los candidatos a la presidencia son algo común y establecido. Allí, los abanderados de los diferentes partidos pueden intercambiar puntos de vista con sus contrincantes y cuentan con la oportunidad de criticar lo que entiendan que deban criticar. Pero, sobre todo, sirve a la ciudadanía que tiene que decidir quién los gobernará desde el siguiente período: el votante podrá observar desde su casa, frente al televisor, cómo se desenvuelve tal o cual candidato, cómo responde, qué tipo de mecanismo utiliza para defenderse de una diatriba, qué hace para socavar las flaquezas del otro. Si miente, si dice la verdad, qué piensa sobre tal tema que nadie le ha preguntado todavía.
Los debates son geniales, y también resultan divertidos e instructivos. Le hacen un bien a la democracia. Generan una gran expectativa y el público lo ve como algo necesario. En el mundo se planifican debates electorales entre candidatos con total frecuencia y naturalidad. Pero por estos pagos, lamentablemente, hemos perdido esta buena costumbre y desde 1994, cuando se enfrentaron frente a la TV Julio María Sanguinetti y Tabaré Vázquez, no se realiza ningún debate.
Al uruguayo le gustaría volver a presenciar este tipo de eventos. Así lo confirma una encuesta de Opción Consultores, divulgada el miércoles en Telenoche: el 59% de la ciudadanía es partidaria de que existan duelos cara a cara entre los candidatos. En tanto, un 27% señaló que le daba lo mismo y solo un 12% argumentó que no le interesaría. En todos los partidos políticos la mayoría de sus votantes coincide en que prefiere ver discutir a los líderes.
El 68% de los votantes del Partido Nacional, por ejemplo, es favorable a que se realicen estos intercambios electorales, mientras que en el Partido Colorado ese número se ubica en el 62%. En el Frente Amplio, el 56% de los votantes desea ver un debate electoral en tele. Y en el resto de los partidos el porcentaje se ubica, también, en un 62% de inclinación positiva.
Si se considera la opinión de los consultados según sector etario, quienes más demandan este tipo de debate se encuentran entre los 60 años o más (66%), seguido de aquellos entre los 35 a 39 años (60%), y finalmente, por los de 18 a 34 años (53%).
El mal resultado que cosechó Vázquez en los comicios de 1994, cuando perdió frente al Partido Colorado liderado por Sanguinetti, hizo que el hoy presidente del país desistiera en participar en cualquier tipo de debate con el resto de los candidatos. Y sin el líder del Frente Amplio sobre la pantalla –José Mujica también se negó a tal empresa–, difícilmente un debate pueda ser llamado como tal. Sanguinetti se mostró superior, más entero, que Vázquez durante aquel evento de hace más de dos décadas.
Esa negativa de Vázquez socavó decididamente la buena práctica de los debates televisivos en Uruguay, que tuvo otros episodios anteriores. Incluso uno durante la pasada dictadura militar, en ocasión del plebiscito de 1980 que consultó a los uruguayos si querían continuar o no gobernados por ese régimen. Por los militares se presentaron el coronel Néstor Bollentini y Enrique Viana Reyes, quienes se enfrentaron a Eduardo Pons Echeverry y Enrique Tarigo.
Ese ida y vuelta, disponible en YouTube, sirvió de manera formidable para que la población supiera un poco más de qué iba la mano y, por la calidad de los exponentes del No, ayudó a volcar la balanza para este lado una vez que la ciudadanía acudió a las urnas. Si los militares, que ostentaban el poder absoluto en aquella época, se avinieron a exponerse en un debate televisivo, deberían ser lógico que en la actualidad, con una democracia asentada, esta práctica estuviera bien establecida.
Los candidatos deberían estar, de algún modo, obligados a asistir, a dar la cara, a responder por sus votantes o potenciales votantes, a demostrar su temple. Se puede comprender el miedo del presidenciable, y de los nervios de sus asesores y ayudantes, pero es un paso necesario en una estructura democrática, y es una herramienta más que dispone el ciudadano a la hora de elegir. Que es, en definitiva, para el que se gobernará aunque a muchos de los políticos se les olvide, en especial, cuando se encuentran en la cúspide del poder.
Por supuesto que un debate televisivo puede desbaratar las pretensiones de un candidato. Y qué bueno que así sea. Hubo un debate famoso en Estados Unidos –país en el que ni por asomo se piensa en decirle que no a un evento de estos– que resultó determinante en el ánimo de los votantes. Además, fue el primero televisado de la historia, ocurrido el 26 de setiembre de 1960. Los contendientes: Richard Nixon y John F. Kennedy.
El primero no quiso maquillarse, vistió un triste traje gris y perdió. En cambio, Kennedy cuidó su imagen a conciencia, tomó sol para lucir un tono tostado con glamour y ganó.
El vencedor se mostró más suelto, más alegre y seguro; mientras que Nixon, que despreciaba a su rival, hizo todo lo opuesto. Tosco, ofuscado, perdió los papeles y nunca pudo “meterse en partido”.
Aquel debate influyó decididamente en la televisión y, claro está, en la política. Se trata de una práctica decididamente de comunicación política, muy necesaria para la salud de las democracias.