Nadie habla de un “ajuste”

En las campañas electorales, a los dirigentes les cuesta hablar sin vueltas. Sobre todo si el asunto en cuestión se transforma en un “espanta-votos” muy difícil de remontar o si le sirve al opositor más cercano para afirmarse en su artillería verbal. Entonces, unos se cuidan de los otros y todos son especialmente cautelosos al momento de hablar claro.
El gobierno que asuma el 1° de marzo de 2020 tendrá que corregir el rojo de las cuentas públicas y un déficit fiscal que crece sin parar, a pesar de los cálculos de la actual administración. Tendrá, además, bastante poco para “rascar en la lata” y deberá aguardar hasta su propia Rendición de Cuentas en 2021 para fijar sus prioridades.
A esto claramente lo sabe el actual ministro de Economía, Danilo Astori, quien tampoco ha querido usar una definición específica: “Se use la palabra que se use, creo que el próximo gobierno va a tener que practicar una política de mucha cautela fiscal”, ha dicho en varias ocasiones.
Sin embargo, también se cuida de hablar de “ajuste” porque significa aumento de impuestos o recorte de gastos donde ya no hay espacio para nuevos tributos, porque a él no le dio resultados. Un claro ejemplo es el incremento de las tarifas públicas, que son utilizadas como variable de ajuste y también como discurso de campaña, donde muestran números positivos e inversiones millonarias, sin mencionar siquiera que lo realizan a partir del bolsillo del contribuyente que paga por servicios caros, incluso comparados con la región.
¿Qué hará el próximo gobierno? Hasta ahora sólo se escuchan tecnicismos y explicaciones más o menos correctas, pero nadie dice la palabra antipática. Lo verdaderamente claro es que tendrá que reparar los errores que le deja la actual gestión y evitar repetirlos, porque –de lo contrario– estaremos enfrentados a un nuevo desajuste en las cuentas públicas que nos puede llevar al despeñadero.
También deberá bajar el gasto –una coyuntura difícil de resolver en las últimas gestiones– y negociar lo más que pueda porque el ajuste, además de antipático, no es una solución mágica.
En un capítulo del libro “Tabaré Vázquez, compañero del poder”, escrito por Sergio Israel, el periodista menciona que el actual mandatario comentó a sus allegados que José Mujica le entregó el gobierno “en peores condiciones que Jorge Batlle en el 2005”. Y eso, verdaderamente, no es poco decir porque Batlle venía de enfrentar una de las peores crisis económicas mientras que a Mujica le tocó la “década ganada”, con los mejores precios de la historia para los commodities.
En dicha publicación, cercanos a ambos líderes comentaron el caos heredado, los problemas de finanzas, la desprolijidad en los procesos licitatorios, la falta de información en las oficinas estatales y una mayor cantidad de funcionarios que los que había dejado en 2010.
A esa cantidad de funcionarios se sumaron más y junto a los “gastos endógenos”, que tanto le gusta mencionar a Astori, se creó un Estado pesado y mañoso con el cual alguien deberá lidiar. Por eso los problemas fiscales no son de ahora, pero se acrecentaron. Vázquez recibió un déficit fiscal de 3,5 por ciento del PBI, provenientes del gobierno anterior –que no se puede definir como una “herencia maldita”– y hoy se encuentra en 4,5. Con ese escenario debió aplicar la denominada “consolidación fiscal” que tan creativamente llamó Astori al ajuste que concentró para incrementar los ingresos, pero nunca bajó el gasto. Ni lo bajó ahora, sino todo lo contrario.
Estuvieron todo este tiempo mirando la pizarra a ver si se registraba el crecimiento económico que calcularon –tan malamente– a mediados de 2018 para fines del año pasado y la trayectoria que tendría en el presente.
Y no le embocaron ni una. Porque los índices se encuentran estancados y las proyecciones de crecimiento no alcanzan para tapar los pozos que le dejaron y que se hace a sí mismo.
En la última Rendición de Cuentas todo el equipo del gobierno, incluidos sus legisladores, sabían que las cuentas no iban a cerrar, pero debían enviar señales positivas a los reclamos callejeros porque se venían tiempos sensibles, como los electorales.
Pero el discurso no se puede mantener por mucho tiempo más, porque es notorio que los números no alcanzan a pesar de la “consolidación” de Astori y por lo tanto hay promesas de campaña que de antemano se sabe que no se llegarán a cumplir por falta de rubros e incluso por ausencia de voluntad política.
¿Cuántos hablan de las transformaciones en serio del sistema previsional que más temprano que tarde deberá enfrentar el próximo gobierno? Porque no se puede tirar la pelota para adelante por mucho tiempo más, y porque también saben que habrá varios perjudicados.
O de “la madre de todas las reformas” que esperamos desde 2005, tal como definió a la reforma del Estado el presidente Vázquez en su primer gobierno. En todo caso, ambos temas integran los discursos de campaña desde hace un buen rato, sin una solución aparente. Porque es antipático tocar a la función pública y sus intereses. Porque resta votos, ahonda la grieta y facilita los enfrentamientos políticos que los actuales gobernantes, al igual que los anteriores, no quieren enfrentar. Pero “alguien” deberá hacerlo.
Y porque es más cómodo agitar a las masas desde un discurso más o menos transgresor que poner en práctica los cambios verdaderos que sirvan para mejorar las cuentas públicas.
Por allí transitan los verdaderos cambios. Por el camino antipático, por lo que no se dice y por las negociaciones continuas. A todo lo demás, ya lo conocemos: las promesas electorales y los compromisos que atan a los líderes cuando llegan al poder, son tan viejos como la patria misma.