Lo que creemos que somos

La semana anterior cerró con casos luctuosos de inseguridad ciudadana y otros, inauditos, que deambulan en la red social, en el apartado de las noticias insólitas por infrecuentes. Aún resulta extraño que sea asesinado un funcionario afectado a la seguridad ciudadana. Pero así ocurrió el miércoles, poco después de las 7 de la mañana.
Un policía de 29 años, quien había egresado hacía cuatro meses, fue muerto de un balazo mientras conducía su moto rumbo al trabajo. Ese mismo día, pocas horas después, un oficial de la Guardia Republicana fue apuñalado para robarle su arma. Y al final del día, en Playa Pascual, un mujer policía de 19 años, también recién egresada, fue emboscada cuando bajaba del ómnibus por dos delincuentes fuertemente armados. En todos los casos para robarle su arma de reglamento.
O la violenta rapiña ocurrida en un supermercado ubicado en la zona de los barrios cooperativos de Paysandú, donde ingresaron dos delincuentes con medias en la cabeza, hirieron a su propietaria y apuntaron con un revólver a una niña de 6 años.
O el tiroteo en ruta 1, a la altura de San José, que terminó con un rapiñero de 16 años abatido por un policía. La vida perdida en plena adolescencia y delincuentes mejor armados que cualquiera, sin interés por la vida. Ni la propia, ni la ajena. Con valores perdidos mucho más allá de una generación cuya recuperación no ha sido posible, a pesar de los cuestionamientos ideológicos.
Las redes sociales han servido para acunar comentarios de todo tipo. Llevan sobre sí la suerte del verdugo y la del perdonador. Incluso intentan mezclar las políticas llevadas adelante por el gobierno saliente –que todavía permanece en funciones– con el indefinido “yo no los voté”.
La politización continua y constante, también habla de nosotros y de los otros. Porque no es posible creer en un cambio tangible, cuando las discusiones intentan zanjarse por el color partidario. Eso, claramente, nos define como sociedad.
O la condena selectiva a los hechos de violencia. Porque había que conformar una histeria colectiva que saliera a pintar muros y monumentos públicos para denunciar la “muerte al macho” y contra el “patriarcado”. Sin embargo, el “Ni una menos” ni se oyó por la mujer que intentó defender su trabajo o por la niña que corrió desorientada a la salida, cuando vio que su madre era agredida de un culatazo en la cabeza.
Hasta allí no llegan las oenegés. Y tampoco llegan los sindicatos que no salen a las calles cuando un trabajador es herido o asesinado porque la “corrección política” compromete las formas de protestar en un gobierno amigo. Sin embargo, adjudican la responsabilidad de informar a los medios de comunicación. Por eso, por hacer su trabajo.
La semana transcurrió con intentos de femicidio en varios lugares del país, hubo animales carneados vivos en el medio del campo sin que la opinión pública siquiera se moviera y hasta tiraron un cordero desde un helicóptero a una piscina en un balneario exclusivo que –ese sí– motivó a la producción de sendos programas en ambas orillas rioplatense.
Patético y extraño para una sociedad que tiene alto desarrollo humano y tecnológico, pero escaso nivel reflexivo. Porque cuando hubo que condenar la violencia, se lo hizo con más violencia e intolerancia. Y cuando hubo que emitir juicios con consideración, se lo hizo de la forma más descarnada posible. No importaba si invadía la privacidad de una familia en duelo: el comentario era el video sobre un cuerpo tirado en la calle. O el video que habían filmado durante varios minutos un grupo de curiosos en un centro comercial, por el simple morbo.
No hay forma de pensar diferente porque simplemente no ocurrió diferente. Y porque no se puede hablar de individuos recuperables si matan y carnean a tres caballos que son usados para equinoterapia. Y tampoco se puede hablar de penas, si un ladrón de autos es condenado a lavar ese vehículo hurtado tres veces por semana con “cera y silicona”, como especifica el dictamen. O si la condena para quien compra objetos robados es freír tortas fritas para una institución pública o privada de bien público, por el simple hecho que esa persona tiene un puesto de tortas fritas. O quienes están “condenados” con “libertad vigilada” o aquellos que deben ir por las noches un par de horas a una comisaría.
Todo muy excéntrico y cruel. Pero todo eso somos nosotros: los que condenan y los condenados. ¿Quién creó y promovió la brecha que ha ocupado ríos de tinta en las editoriales? Las divisiones no se zanjan con discursos ni por las redes. Porque tienen muy poco en común, los afectados y los “comentaristas”. Y, sin embargo, provienen de la misma sociedad.
¿Qué nos transformó y nos cortó el diálogo y la convivencia? ¿Qué nos hizo tan perdedores de los modales y nos dio tan baja tolerancia para quien piensa diferente? ¿Qué nos hizo mostrar la frustración que llevamos dentro?
Porque la humanidad se construyó sobre la base de las discusiones filosóficas, los encuentros y desencuentros.
Pero al final, al menos en nuestras comunidades pequeñas, prevalecía la parte humana. Y hasta ahí nada raro, porque eso era el “ser uruguayo”. Un individuo que quería sentirse apartado de una región, donde comenzaban a ocurrir otras cosas a un tiempo más vertiginoso.
Sin embargo, parece claro que la mayoría optó por el bando opuesto, sin que importe demasiado si eso crea divisiones o permite mostrar la cara más visible de esa brecha, que es la violencia. Cualquiera sea su forma de expresión.
Porque la culpa siempre será del otro. Por opinar distinto, por estar allí en el momento menos pensado, por llegar, por irse, por creer en un cambio o por descreer en todo. Las acciones del otro serán la variable de ajuste para cada pensamiento y dar batalla en “la chiquita” será como estar en el gran combate.
No se puede mirar para el costado y hacer como que no pasa. Todo esto que ocurre, nos impide el pensamiento con claridad y el debate con audacia.
No permite un análisis crítico de los límites que tenemos como individuos, porque nos permitimos la ilimitada capacidad de decir lo que queramos, en cualquier circunstancia y creer que eso es democracia.