Las cifras ocultas en nosotros

En Uruguay se suicida una persona cada once horas y la tasa crece anualmente. Actualmente es de 20,25 personas cada 100.000 habitantes, más del doble del objetivo de la Organización Mundial de la Salud, que había propuesto reducir este flagelo a menos de 10 cada 100.000 para el presente año.
De acuerdo a los datos del Observatorio de Criminalidad y Violencia, presentados al final de la semana anterior, el año pasado unas 705 personas se quitaron la vida y es mucho más que los muertos en siniestros fatales, que fueron 422 o por asesinatos, con 391 homicidios. Por cada hecho consumado, hay siete intentos y esta, tampoco, es una cifra menor.
Según el informe oficial del Ministerio del Interior, los números crecieron constantemente en los últimos dos años, pero representan sólo una parcialidad que aumentarán aún más cuando el Ministerio de Salud divulgue sus propios registros. Asimismo, se mantiene la tendencia en relación a la franja etaria y el sexo: el 76,76% de los casos son hombres y se observa en personas mayores de 70 años. Ni las crisis económicas fueron motivaciones únicas, ni la grisura propia del uruguayo ni las problemáticas mentales. No hay un patrón común que nos obligue a pensar que se quitan la vida las personas abrumadas por las deudas o sin atención en su salud mental. Si bien es real que en 2002, en plena crisis económica histórica el año cerró con 690 casos –20,62 cada 100.000 habitantes pero con la población basada en el censo de 1996– una vez superada esa coyuntura, la tasa continuó en franco crecimiento. Cuando el Ministerio de Salud Pública analiza la realidad uruguaya, la contextualiza en torno a un fenómeno mundial que afecta a cualquier región. Sin embargo, no es menos cierto que no existe una política pública fuerte para atacar esta problemática tal como se ha actuado respecto a otras enfermedades o zoonosis que aparecieron en esta parte del continente.
En el año 2015 se declaró al suicidio como un problema sanitario y de los “más críticos del país”, pero las campañas no han estado a la altura de las circunstancias, ni se han encarado adecuadamente. En la población mayor a 65 años, la cifra salta a 30 casos cada 100.000 habitantes y es muy superior al promedio. Las pérdidas de valores afectivos o la falta de reconocimiento o la desprotección son factores comunes. Y si no es un asunto de estricta visión desde la salud, entonces no se ha hecho lo suficiente para quitarlo de su ocultamiento.
Las campañas en los medios de comunicación le dan visibilidad a los temas que preocupan y el gobierno saliente, en el marco de la denominada ley de medios, contaba con espacios de difusión obligada que utilizó para difundir otros temas de su propio interés. La gestión que dejará el cargo el próximo sábado expuso en reiteradas ocasiones un diagnóstico certero de la situación, pero las acciones no pasaron de la difusión del número de teléfono para atención de situaciones de intentos de autoeliminación, la Línea de Vida S.O.S. 0800 0767. Por otra parte, en marzo de 2018, la oenegé Último Recurso, dejó de funcionar luego de 30 años de contención a personas en riesgo. No recibía apoyo financiero oficial ni del exterior y los convenios con organizaciones sociales o aportes de privados, no eran suficientes para mantener su funcionamiento las 24 horas. No le faltaba demanda de trabajo, pero no había recursos.
Recién en julio de ese año, es decir cuatro meses después, el Poder Ejecutivo lanzó la línea telefónica mencionada. En ese lapso funcionó una línea de emergencia, que también tuvo escasa difusión. En nuestro país, existe un protocolo de actuación que obliga a los prestadores a realizar el seguimiento de cualquier usuario que haya tenido un intento de autoeliminación, a fin de recibir atención en las primeras 24 horas de ocurrido el hecho. La segunda consulta debe darse en un plazo de siete días. Sin embargo, no se ha logrado revertir la situación. Porque la difusión de la problemática debe darse a mayor escala, y es el Estado el responsable de hacerlo.
No es una casualidad esta estadística, ni tampoco es una patología cuyo virus sea pasajero. Es una tendencia, con factores complejos que requieren de un trabajo de largo aliento que deberá llevarse a cabo con los técnicos pertinentes. En Uruguay, las estadísticas sorprenden porque son serias y se llevan registros desde hace varios años. Pero nunca ese registro estuvo por debajo de 15 cada 100.000 habitantes.
Este asunto, que también pone a prueba las referencias socioculturales de las comunidades, nos indica que la sociedad es menos inclusiva, con propensión al aislamiento, menos afectiva y comprometida con una causa que nos desnuda tal como somos.
Desnuda, además, la fragilidad de los vínculos, las pruebas constantes que somete al “homo videns” –término acuñado por el filósofo y sociólogo italiano Giovanni Sartori– a una sobre-exposición que no logró manejar y que enfrenta, por decisión propia y colectiva, en sus diversas formas.
Como contradicción, ese exceso de influencia de medios de comunicación sobre las masas no fue utilizado para hablar del tema, tal como lo reconoció el ministerio en una conferencia de prensa.
El tabú persiste en las sociedades e incluso en las comunidades de técnicos que deben enfrentarse con el problema. En realidad, se exponen más los resultados de la siniestralidad en el tránsito o los homicidios que este flagelo tan uruguayo. No obstante ocurre en un país con escasas distancias y de fácil acceso a la medicación o tratamientos. En un país donde se instaló la corresponsabilidad en los cuidados como una política social o la discusión de la equidad e igualdad, como un sinónimo de avance y transformación social. Un país donde la complementariedad de los servicios pesa mucho en los discursos de las autoridades de referencia.
En Uruguay se habla del tema cada 17 de julio ante la conmemoración del Día Nacional para la Prevención del Suicidio y después, vuelve a encontrarse con la privacidad y el ocultamiento.
Hablemos para actuar y crear lazos de contención a una población en riesgo que se encuentra entre personas de 15 y 29 años y mayores de 65 años, si bien en los últimos tiempos se incrementaron los casos en la mediana edad. Hablar para actuar puede hacer la diferencia en la estadística y acercar una palabra a tiempo, también salva vidas.