Y de pronto, la sociedad del linchamiento

Tras aparecer el primer caso positivo de coronavirus en Paysandú la sociedad parece haber encontrado justo lo que estaba buscando: alguien a quien culpar de todos los padecimientos que estamos sufriendo y descargar su ira sobre esa persona que trajo la peste a esta impoluta ciudad, que ahora sufrirá la ira de Dios por su irresponsable proceder.
En la tarde del martes Paysandú supo que lo tan temido había ocurrido, se había confirmado el primer caso de coronavirus. Una mujer que había estado de viaje por algunos países europeos y regresado cuando a velocidad de un huracán se esparcía por el viejo continente esta pandemia, cuyo alcance hasta hace apenas unas semanas nadie sabía a ciencia cierta cuál sería, y que pronto llegaría a Uruguay. La noticia de la presencia del virus en Paysandú generó una reacción en las redes sociales que ni el propio coronavirus podría alcanzar, lo que es decir bastante. La sensatez que da el discernimiento desapareció y la estupidez promovió la hoguera social contra quien osó enfermarse con coronavirus y su sola presencia en la misma ciudad parece un peligro del que nadie podrá escapar.
Así los sanduceros mostramos que podemos ser tan solidarios y humanos como para generar espontáneamente más de 30 ollas populares para ayudar a quienes más sufren la crisis, o transformarnos a través de un teclado o celular en mano en una horda medieval que con irracional violencia vomita odio, resentimiento y rencor hacia la víctima de turno. Una práctica que no es nueva, que se aprecia en las redes sociales desde hace ya mucho tiempo pero que ahora, al tratarse de un tema al que todos nos afecta de una u otra forma, convoca multitudes para echar leña a la hoguera digital.
En minutos su identidad fue distribuida por las redes sociales, lo mismo que fotografías de su vida familiar. Enterrados sus derechos y garantías como paciente; enterrado hasta el último atisbo de solidaridad comunitaria, sustituida por el sálvese quien pueda. Sin embargo éste no fue el primer embate de la horda; antes había arremetido contra una funcionaria de un laboratorio local, pero el linchamiento se frenó debido a que el hisopado dio negativo.
“El miedo mata más que las guerras”, dijo George Patton, general de Estados Unidos. Y el miedo como expresión comunitaria deja tierra arrasada.
El primer caso positivo dio por tierra con el absurdo concepto de ciudad amurallada contra el virus que parecía fortalecer a los sanduceros, y encendió la identificación de un responsable. Alguien tiene que tener la culpa, alguien debe asumir todas las culpas del mundo (aunque no deba ni quiera hacerlo) para que los demás podamos permanecer supuestamente impolutos. En esa estupidez social no somos únicos, ni originales. Lo mismo ha ocurrido en otras partes del mundo.
Los habitantes de la ciudad de Wuhan, epicentro del nuevo coronavirus, a veces son perseguidos en el resto de China como criminales. Un barrio de Shijiazhuang, una ciudad situada al suroeste de Pekín, ofrece unos 2.000 yuanes (288 dólares) por denunciar a personas que viajaron a Wuhan. La pandemia del coronavirus ha llevado la discriminación contra la población asiática a tal punto que sus comunidades en todo el mundo han lanzado la etiqueta de Twitter #JeNeSuisPasUnVirus (No soy un virus), la cual se convirtió en tendencia en Francia.
En Colombia –en algunos casos claro está– no permiten que utilicen ómnibus ni taxis por temor al contagio. En Ciudad de México los amigos del productor de televisión Rodrigo Fragoso no pudieron entregarle bolsas con alimentos a su vivienda, donde hace la cuarentena porque fue impedido por los vecinos, que además rocían con cloro la puerta de su casa.
Aquí cerca, en Punta del Diablo, después que la familia del guardia de seguridad portador de coronavirus por el “efecto Carmela” retornó a Montevideo tras completar su cuarentena, sin resultados positivos, le intentaron incendiar la casa. Como si allí habitase un espanto.
No tiene nada de extraño que en Paysandú se haya detectado un caso de coronavirus. De hecho, tarde o temprano nos iba a tocar, así como podemos asegurar que habrá en todos los departamentos del país. Sólo era cuestión de tiempo, porque la sociedad está integrada por individuos sociales que interactúan entre sí, en mayor o menor medida, pero siempre habrá lugar para que la peste se introduzca. Por algo es que el único rincón de la Tierra libre de coronavirus –por ahora– es la Antártida.
Tampoco sería raro que al imprimirse esta edición haya más casos confirmados. De ahí que tratar a un enfermo como criminal es tan primitivo como irracional. En todo caso, la primera persona víctima de esta enfermedad que potencialmente puede costarle la vida es ella misma, y si algo de empatía y humanidad nos queda de aquél Paysandú solidario que nos caracterizaba, lo primero que debemos manifestar con humildad es nuestro apoyo como seres humanos. Especialmente cuando este primer caso, de una funcionaria de la Salud, tomó todas las precauciones posibles y permaneció en confinamiento voluntario. Cuando descubrió síntomas compatibles con la enfermedad lo comunicó, se le hizo el test en tiempo y forma, y ahora está en cuarentena. Se trató de una conducta que, de acuerdo con la información disponible, puede ser calificada como socialmente responsable, pero aún si no lo fuera, le corresponde a la Justicia —y no a una turba iracunda gobernada por la ira y los prejuicios– determinar eventuales responsabilidades.
El virus social de la ira colectiva se ensañó porque contrajo coronavirus en el exterior. Su “delito” fue viajar, que además viene muy bien para quienes desde siempre promueven la grieta social entre ricos y pobres, explotados y explotadores, etcétera, olvidándose que en el mundo moderno viajar no es sinónimos de riqueza, desde que los viajes turísticos están al alcance de buena parte de la población con ingresos medios –o al menos era así antes que se desatara la pandemia–. Pero como siempre, algunos tienen que hacerse responsables de la culpa: los judíos, los inmigrantes, los negros, los homosexuales, los chinos… hoy son los supuestos “ricos”.
Aún queremos creer que hemos construido una sociedad moderna, inteligente, plena de raciocinio, solidaria y empática. Pero la psicosis se adueñó de la sociedad desnudando algo terrible: la civilización que conocemos puede convertirse en un castillo de naipes. Porque en tiempos de contagio la falta de solidaridad es, ante todo, la manera que encontramos para intentar sobrevivir. Una consideración terrible que en estas horas ha quedado muy evidente en un Paysandú que expresó su miedo a través del insulto, de la persecución, de la vulneración de los derechos y garantías de alguien tan sanducero como cualquiera de nosotros. En lugar de estar de su lado (no a su lado obviamente), de demostrar la solidaridad, de preguntar en qué se puede ser útil, como comunidad nos fallamos a nosotros mismos. Ya no vivimos como soñaba Adolfo Mac Ilriach: “Ser sanducero, es saber comprender al enfermo”. Pues no, no lo comprendimos. Lo enjuiciamos, lo responsabilizamos, lo linchamos, cual cardumen de pirañas que en minutos devora a cualquier animal que se sumerja en sus aguas.
Ojalá que esto no sea en vano, que después que el miedo pase, haya cambios reales a partir de esta experiencia. Y ojalá pronto nos abracemos y besemos como debemos.