Una amena charla con Liberata Larrosa pocos días después de cumplir sus 103 años

Liberata Larrosa de Silva celebró sus 103 años el pasado 14 de diciembre y pocos días después charló animadamente con Pasividades, recordando anécdotas de una vida que comenzó en el Palmar de Quebracho, donde nació, y que estuvo siempre signada por el trabajo desde muy temprana edad, pero que también conoció de momentos muy felices, logrando formar una hermosa y numerosa familia.
Liberata, conocida en el barrio como doña Negra, recordó que nació “en un rancherío que había en el Palmar de Quebracho –denominado Paraje Araújo–; éramos cinco hermanos y no había escuela. A los 9 años ya salí a trabajar a la casa de una señora que me enseñó a barrer y cocinar. Ella cosía para afuera, entonces. Llevaba la máquina de coser a la cocina y desde ahí me daba instrucciones de todo lo que tenía que hacer. Me decía, ‘poné el puchero’ y yo que tenía 9 años ya sabía poner el puchero; con el tenedor se llevaba a la olla, pues no se toca la carne”, comentó. Estos primeros patrones debieron mudarse, pues se dedicaban a “cuidar ganado, entonces tenían que llevarlo a otro lado y cuando se fueron, en agradecimiento por mi trabajo, le dieron de todo a mi madre, gallinas, carne, porque la señora dijo ‘esa gurisa fue muy buena, esa gurisa me ayudó mucho”.
Durante su niñez, asistió a muy pocas clases en la escuela, pues la realidad de hace un siglo atrás en el medio rural era muy distinta a la actual, y prácticamente creció sin saber leer ni escribir. Ya de adulta, “yo aprendí mucho con mis gurises, todo lo que ellos hacían de cuentas, yo hacía también”, asegura.
Su madre, Luisa Larrosa, “fue muchos años lavandera de los Holzmann, y entonces me llevaba desde muy chica. Después, a los 14 empecé a trabajar de mucama en ese establecimento; todos se murieron, pobrecitos, era gente muy buena”, dice con nostalgia.

SE CASÓ A LOS 17 AÑOS

En aquellos años era común contraer matrimonio aún siendo muy jóvenes. En su caso, se casó con Juan Silva con apenas 17 años. “Lo conocí en las fiestas de la escuela, en las kermeses, Mi marido era muy trabajador, hacía de todo –herrero, alambrador, albañil, domador de potros, esquilador–, y cuando volvió de una esquila, nos casamos”, comentó.
Los recién casados se fueron a vivir a la estancia “La Lucha I” con Elías Holzmann y Lila Elhordoy, en Queguay, donde nacieron sus primeros hijos. En aquellos años de su juventud, además de amamantar a sus hijos propios, fue nodriza del hijo del matrimonio, una costumbre muy arraigada en aquellos años en que no existía la leche en polvo y acerca de lo que Liberata da testimonio en una nota que le realizó uno de sus “hijos de leche”, nuestro querido Herman Holzmann Elhordoy y que fuera publicada en octubre del 2000.

HACIA LA CIUDAD

Liberata y Juan tuvieron en total diez hijos –dos fallecieron– y una de las razones de peso para dejar el campo y mudarse a la ciudad fue el hecho de que en aquellas épocas “el doctor iba solo cada 15 días y si las criaturas se enfermaban se morían, pues esa es la realidad: si no tenés medios para atenderlos, se mueren. Entonces yo fui la que decidí que nos viniéramos: ‘me voy’, dije”, relató.
Terminando la década del 50, más precisamente en 1958, inician una nueva etapa en la ciudad. “Compramos un terreno en este mismo barrio, donde vivimos toda la vida”, comentó. Cambiaron el medio, más no las costumbres, Liberata continuó trabajando. “Trabajaba en casas de familia, porque si comías de lo que él ganaba, vos no juntabas plata, entonces mientras él juntaba la plata –para poder construir su propia casa– yo les daba de comer a todos. De mañana trabajaba, de tarde trabajaba, y de noche si había que cuidar alguna mujer, también lo hacía”, dijo. En 1968, además, comenzó a trabajar para Manos del Uruguay como hilandera.
“Yo siempre quería que compráramos, no alquiláramos, y que aunque viviéramos debajo de una lata, que fuera de nosotros”, agregó.
Jovial y alegre, Liberata siempre ha tenido un carácter firme. A propósito de ello recuerda entre risas un intercambio de palabras que tuvo con uno de sus patrones, para quien trabajó durante 6 años. “Yo estaba limpiando los vidrios, él golpeó el vidrio porque había quedado una mancha y yo le dije: ‘usted se creyó que yo vine a aprender a trabajar acá en su casa, yo sé trabajar’. No me echó, pero me dijo que nunca antes le habían contestado, ‘pero yo sí le voy a contestar y mucho más’ le dije yo”.
Hace unos 30 años quedó viuda y hoy vive con una de sus hijas, a pocas cuadras de su propia casa. Se levanta tarde, toma algunos pocos mates amargos y pasa horas entretenida en una cómoda mecedora, ubicada estratégicamente tras un gran ventanal por donde observa el movimiento de la calle. Con la misma sonrisa que nos recibió –en compañía de su hija y un nieto–, nos despide quien reconoce estar satisfecha y contenta con la forma en que vivió, bendecida además por una descendencia de 18 nietos, 40 bisnietos y 5 tataranietos.