Los costos laborales del COVID-19

Transcurrido poco más de un año desde la aparición del primer caso en nuestro país, resulta evidente que los efectos negativos del coronavirus COVID-19 son muchos y de variada naturaleza, pero resultan especialmente graves en materia de desempleo y aumento de la pobreza.
En efecto, se trata de un fenómeno de alcance global, tal como lo ha puesto de manifiesto la Organización Internacional del Trabajo (OIT) al señalar que “en 2020 se perdió el 8,8 por ciento de las horas de trabajo a nivel mundial con respecto al cuarto trimestre de 2019, equivales a 255 millones de empleos a tiempo completo. La pérdida de horas de trabajo fue particularmente elevada en América Latina y el Caribe, Europa meridional y Asia meridional. La pérdida de horas de trabajo en 2020 fue aproximadamente cuatro veces mayor que la registrada durante la crisis financiera mundial de 2009. (…) Por lo general, la pérdida de ingresos provenientes del trabajo después de la adopción de medidas de apoyo fue relativamente mayor en el caso de los trabajadores jóvenes, las mujeres, los trabajadores por cuenta propia y los trabajadores de baja o mediana calificación. Con frecuencia, la pérdida de empleos ha afectado de forma desproporcionada a los empleos con menor remuneración y de baja calificación”.
Desde el inicio de esta pandemia, en esta página hemos hecho hincapié en la importancia de los efectos económicos de la misma y lamentablemente el tiempo nos ha dado la razón. De acuerdo con el informe difundido hace algunos días por el Instituto Nacional de Estadística (INE), la situación de Uruguay se encuentra en franco desmejoramiento. Según lo consignado por el diario “El País” sobre dicho documento, “La pobreza pasó de afectar a 8,8% de la población en 2019 a 11,6% de la población en 2020. Eso supuso 99.953 personas que cayeron en la pobreza –según cálculos de El País– para totalizar 409.586 personas en esa situación. Es el tercer año consecutivo en que aumenta la pobreza: de 7,9% en 2017 a 8,1% en 2018, a 8,8% en 2019 y a 11,6% en 2020. Este último guarismo es el más alto desde 2013 (11,5%). Por su parte, la indigencia se duplicó de 0,2% de las personas a 0,4% entre 2019 y 2020. En 2020 hubo 7.087 indigentes más para totalizar 14.124 personas en esa situación”.
A la caída de actividad que conlleva la propia situación de pandemia (especialmente en sectores altamente afectados tales como la hotelería y la gastronomía) se le debe sumar otro perjuicio que día a día cobra mayor importancia: las inasistencias a los lugares de trabajo causadas por cuarentenas debido al contacto con una persona que ha presentado síntomas propios del COVID-19 (fiebre, tos, etc.) o que ha sido diagnosticada efectivamente con dicha enfermedad. Este tipo de situaciones obliga a que las empresas tengan que detener su actividad en una situación de crisis, lo que agrava más aún las consecuencias de esa inactividad, la cual muchas veces resulta en el cierre definitivo de la misma, especialmente si nos referimos a micro, pequeñas o medianas empresas. Ante esta situación, correspondería al gobierno nacional analizar la obligatoriedad de la vacuna contra el COVID-19 para aquellos grupos etarios y de actividades (educación, salud, etc.) en los cuales se encuentren disponibles las correspondientes dosis. En otras palabras: la regla debería ser que si las dosis se encuentran disponibles en nuestro país, la vacunación debe ser obligatoria y sólo en caso contrario, y con carácter excepcional, la vacunación sería voluntaria.
Si bien muchas voces hijas de un malentendido sentido libertario respecto de las vacunas podría oponerse a dicha obligatoriedad, lo cierto es que en este caso el interés general debe primar sobre el interés individual, tal como sucede con las vacunas obligatorias que integran el Certificado Esquema de Vacunación: Antiparotidítica (Paperas); Anti Pertusis (Tos Convulsa); Antipoliomelítica; Antirrubeólica; Antisarampionosa; Antitetánica y Antituberculosa, ya que, de acuerdo con el Decreto-Ley 15.272 su administración es de carácter obligatorio para quienes residan en territorio nacional, en base a criterios etarios, sobre una base igualitaria y sin distinción de nacionalidad.
Nadie cuestiona las vacunas antes mencionadas ni hace referencia a que serían utilizadas para una conspiración global o a la implantación de microchips que informarán sobre nuestras actividades (algo que las empresas o los gobiernos ya pueden lograr a través de los celulares inteligentes que usamos para múltiples tareas) y por ello cientos de miles de uruguayos cumplen con su administración todos los días en todo el territorio nacional.
Así las cosas, y teniendo en cuenta no sólo la excepcional situación de emergencia sanitaria que afecta a Uruguay, sino también que el artículo 44 de la Constitución Nacional establece que “todos los habitantes tienen el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad”, resulta necesaria la sanción de una ley a través de la cual se establezca la obligatoriedad de la vacuna contra el COVID-19 en la forma y condiciones antes señaladas, pero de tal forma que proteja no sólo la salud de la población en general sino también la de quienes cumplen tareas en lugares de trabajo e incluso de la propia fuente de empleo ante la posibilidad de que las cuarentenas sanitarias pueden terminar con el cierre de las empresas afectadas.
Si bien los uruguayos siempre hemos sido más proclives a recordar nuestros derechos antes que nuestras obligaciones, la gravedad de esta pandemia nos exige un cambio radical de las actitudes individuales ante la comunidad, y ello se traduce en que la mayor cantidad de personas que estén en condiciones de vacunarse lo hagan a la brevedad posible, pero también que aquellos que se nieguen a hacerlo pueden ser obligados a través de una ley que priorice el referido interés general, el cual está por encima de los intereses particulares como se desprende de la Constitución Nacional. De esta forma estaríamos logrando dos objetivos importantes: la protección sanitaria de la mayor cantidad de población que sea posible y el mantenimiento de puestos de trabajo, especialmente en un departamento como Paysandú, cuyos índices de desocupación superan los de la media nacional.
Sin lugar a dudas que estar sanos es un objetivo de vital importancia, pero también lo es la posibilidad de contar con una fuente de ingreso digna ya que el empleo supera la simple esfera económica y posee varias y beneficiosas consecuencias para el ser humano y para toda la sociedad.
Ante una situación sanitaria, económica y social tan grave como la actual, las autoridades deben recurrir a todos los recursos para lograr evitar o al menos mitigar sus efectos. La vacunación obligatoria contra el COVID-19 es una de las posibles soluciones y en ese sentido deberían proceder el Poder Ejecutivo y el Parlamento. Se trata de una medida de sentido común en beneficio de todos, porque como lo expresa el refrán popular, “a grandes males, grandes remedios”.