Democracia y redes sociales

Las últimas décadas –y en especial los últimos años– han estado marcados por un vertiginoso aumento de la presencia de la tecnología en nuestra vida, principalmente a través de los teléfonos inteligentes (smartphones) y la posibilidad de acceder en forma inmediata y permanente a las redes sociales, interactuando en cualquier momento y desde cualquier lugar. Uno de los aspectos más delicados en relación con las redes sociales es cómo pueden influenciar el comportamiento democrático no sólo de los dirigentes sino también de los votantes en general.
En efecto, de acuerdo con la especialista Laura Alonso Muñoz, “Comunicación y democracia están estrechamente relacionadas y no podemos concebir la una sin la otra. Las redes sociales han irrumpido con fuerza en el ámbito de la comunicación, especialmente en el de la comunicación política, que se ha visto reflejado en las prácticas democráticas. Las potencialidades inherentes de las tecnologías digitales han transformado el ejercicio del activismo político, propiciando una clara redefinición de las relaciones de poder y generando una especie de contrapoder ciudadano. Sin embargo, pese a las múltiples oportunidades que presentan, las redes sociales también suscitan dudas”. Esta autora señala, asimismo, que otra de las potencialidades que ofrecen las tecnologías digitales es la monitorización cívica para la fiscalización del poder.

Keane, uno de los primeros autores en acuñar este término, definió el concepto de democracia monitorizada como la fiscalización de los centros de poder político y económico por la sociedad civil. Este escrutinio es posible debido al uso de herramientas tecnológicas y al gran torrente informativo derivado del entorno digital.

En otras palabras, la monitorización “es una forma de contrapoder que desafía a los centros de poder político y económico y en la actualidad también mediáticos. (…) En este sentido, lo que se pretende con esta forma de escrutinio es dar respuesta a los abusos de poder cometidos por los sectores más poderosos de la sociedad, de forma que se pueden convertir en una forma de contrapoder y llegar incluso a alterar las relaciones de poder establecidas, generar cambios en las decisiones políticas, provocar dimisiones o incorporar nuevos temas a la agenda pública”.

Las redes también producen una suerte de descentralización de los liderazgos políticos y sociales, ya que muchos de ellos pueden forjarse y crecer a través de posiciones asumidas por simples ciudadanos cuyo mensaje puede ser difundido y amplificado a través de dichos canales. De la misma forma que músicos de diversos países pueden dar a conocer sus creaciones a través de páginas web como “YouTube”, aquellos que impulsan una nueva versión del mundo y de las fuerzas que operan en el mismo cuentan ahora con una gigantesca tribuna que funciona las 24 horas del día y que está disponible para la audiencia global. Este fenómeno pudo ser apreciado en las protestas que hace algunos años protagonizaron diversos jóvenes en países tales como Túnez, Egipto o Yemen o incluso Argelia, Marruecos y Jordania.

En ese mundo virtual creado por las redes sociales y manejado a través de algoritmos que determinan quiénes nos podrían interesar como amigos o contacto, o qué tipo de noticia queremos ver con más frecuencia, no resulta extraño que los usuarios terminen relacionándose únicamente con personas que tienen una forma de pensamiento similar, lo que hace imposible tanto el debate como un simple intercambio de ideas y, al hacerlo, empobrece la visión de todos. Es más: cada día es más frecuente que las críticas o diferencias de opinión sean interpretadas como una ofensa personal en lugar de un intercambio lógico y previsible entre dos formas de ver la realidad. Así es como la famosa “grieta” avanza entre los ciudadanos de un país y vuelve imposible cualquier tipo de diálogo y entendimiento.

Estas características de los efectos de la tecnología fueron anunciadas muchos años antes de que las personas escucharan por primera vez la palabra “celular”, utilizada para identificar a un teléfono inalámbrico. En efecto, en palabras del español Jesús María Salcedo, “incluso muchos años antes de la gran explosión de la red y las telecomunicaciones, el escritor norteamericano Gilbert Seldes aportó un esquema útil acerca de las características de la era tecnológica y sus deducibles consecuencias. Algunas de ellas fueron: a) requiere un mínimo de educación, b) las experiencias son individualistas, c) muchas veces se experimenta en compañía, d) se consume en dosis abundantes, e) se difunde rapidísimo, f) es muy difícil un análisis, una observación ulterior, g) su producción puede ser muy cara, pero para el consumidor es muy asequible, y h) se crea para la mayoría.

A pesar de los cuarenta años que no separan de las opiniones de Seldes resulta evidente que muchas de sus afirmaciones poseen total vigencia y encierran asimismo muchos de los desafíos que plantean para la democracia los efectos del uso masivo de la tecnología.

Ante un flujo de información de tales características en el cual se combinan una cantidad abrumadora de la misma y una creciente dificultad para chequear su origen o al menos su confiabilidad, las redes se transforman en terreno fértil para la posverdad y las noticias falsas (fake news). De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, la posverdad es “la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

En un reportaje publicado por la BBC a inicios del año 2017 el filósofo, humanista y pensador británico A.C. Grayling expresó que “todo el fenómeno de la posverdad es sobre: ‘Mi opinión vale más que los hechos’. Es sobre cómo me siento respecto de algo. Es terriblemente narcisista. Y ha sido empoderado por el hecho de que todos pueden publicar su opinión. (…) Todo lo que necesitas ahora es un iPhone, “y si no estás de acuerdo conmigo, me atacas a mí, no a mis ideas. Lograr articular una forma de ponerte en primera fila y lograr ser visto te convierte en una especie de celebridad”. Grayling advierte que el problema es una cultura online incapaz de distinguir entre realidad y ficción (…) Este proceso es “corrosivo para nuestra conversación pública y para nuestra democracia” y advierte de “una cultura donde unos pocos reclamos en Twitter tienen el mismo peso que una biblioteca llena de investigaciones”.
El uso de las tecnologías en general y de las redes sociales no puede ni debe afectar la capacidad de análisis y el pensamiento crítico de los ciudadanos porque de ellos depende en gran parte la salud del régimen democrático. Aunque puede resultar más fácil reemplazar el intercambio de opiniones con un simple “Me gusta”, a la larga siempre será mejor escuchar y dar razones sobre los temas políticos, sociales y económicos que nos afectan y sobre los cuales debemos informarnos y opinar. Recuperar la capacidad de respetar al que piensa diferente y hacer un uso adecuado de las redes sociales constituyen premisas básicas no sólo para que la tecnología no termine tomando el lugar de la razón sino también para fortalecer la vida en democracia.