Una región en la búsqueda de empleo

América Latina tiene una recuperación desigual del empleo y esa recomposición es liderada por las fuentes de trabajo informales. Esto ocurre en cada una de las naciones del continente y la salida de la crisis sanitaria –con una muy lenta recuperación de las actividades– no se vislumbra en los guarismos de la economía.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó a comienzos de este mes su último análisis referente al problema existente en torno a sus consecuencias sobre las poblaciones vulnerables. El 30 por ciento de los empleos perdidos aún no se recuperó y tampoco se dará antes de 2025. Un panorama que, sin dudas, complicará distintos escenarios y tendrá influencia sobre las próximas campañas electorales.
Se estiman unos 26 millones de empleos perdidos el año pasado y una caída sin precedentes de la actividad económica. Las poblaciones más afectadas son las mujeres, los jóvenes y las personas con menores calificaciones. Por lo tanto, es un continente con un futuro complicado desde cualquier punto de vista.
Y, a fuerza de resultar repetitivo, sigue sin cambios como el más desigual del planeta. Incluso, agravado por la pandemia, que pegó en los aspectos sociales, sanitarios y económicos.
Sus consecuencias continuarán en el largo plazo, en tanto siete de cada diez empleos que se crean, corresponden a la informalidad, donde no existe la protección social. A este nivel, en América Latina se registró una tasa de ocupación del 52,6 por ciento entre enero y marzo y es la cifra más baja en diez años. Es el 11 por ciento de desempleo o 32 millones de personas que no encuentran trabajo.
Y los ejemplos están cercanos. En Chile, el desempleo cayó por debajo del 10 por ciento en julio y por primera vez en más de un año. Para los trasandinos, el sector de la construcción influyó en gran medida en esa recuperación, seguido por alojamiento y servicios gastronómicos y finalmente el comercio. La economía chilena cayó 5,8 por ciento el año pasado, y se considera la peor cifra en cuarenta años. El desempleo subió al 13,1 por ciento en julio de 2020 y es la más alta desde los registros del Instituto Nacional de Estadística de aquel país, en 2010.
Argentina, por su lado, sufrió la peor caída del Producto Bruto Interno (PBI) desde la crisis de 2002, que se ubicó en 15,8 por ciento a mediados del año pasado hasta llegar a un promedio de 9,9 por ciento durante 2020.
El desempleo, según cifras oficiales, se ubicó por encima del 13 por ciento y actualmente, en 10,2 por ciento de la población. El problema estructural se encuentra en la población menor de 30 años, que es la mitad del total de los desempleados en el país y se incrementa en las mujeres.
En este caso, también, la recuperación viene por el lado de las industrias, donde se registra una fuerte masculinización de los puestos laborales. Claramente, la gastronomía, hotelería y otros servicios que emplean a mujeres y jóvenes, se encuentran aún con un fuerte rezago por la pandemia.
Y, al igual que en Uruguay, se vuelve difícil la transición desde la educación secundaria hacia el mercado laboral. Un ejemplo –ocurrido en el vecino país– fue amplificado por todos los medios de comunicación cuando la empresa Toyota manifestó su voluntad de incorporar 200 jóvenes con el secundario completo. Esa realidad regional involucra a jóvenes pobres que estarán destinados a un futuro de bajos ingresos e informalidad.
En Brasil, el desempleo bajó a 14,1 por ciento pero mantiene un récord en el segundo trimestre de casi 15 millones de personas desempleadas. En la nación norteña, la cifra de autónomos alcanzó niveles récord de casi 25 millones de personas, con un incremento de 14,7 por ciento en comparación al año pasado. Y la informalidad acompañó este crecimiento, en tanto se ubicó en 40,6 por ciento. La economía cayó 4,1 por ciento el año pasado y es el peor guarismo en los últimos treinta años.
Por lo tanto, en este contexto no es difícil suponer que en Uruguay el impacto del desempleo siga siendo estructural en los jóvenes con una profundización de las brechas ya existentes. El último informe del Instituto Nacional de Estadística (INE) presentado la semana pasada, señaló que hay 184.000 personas sin trabajo y es la cifra más alta desde febrero.
Las cifras, cerradas a julio, indicaban que el desempleo es de 10,4 por ciento, en comparación con junio que finalizó con 9,4 por ciento. Las mujeres tienen un mayor desempleo frente a los hombres y la tendencia no se ha revertido ni en tiempos de bonanza. El porcentaje de personas desocupadas siempre tuvo una sensibilidad acorde a las circunstancias, pero debe tenerse presente que en febrero de 2020 –es decir antes de la pandemia y del cambio de gobierno– el INE informaba que el desempleo se encontraba en 10,5 por ciento.
Es que no hay otra forma de confirmar que la realidad actual es tan complicada como la anterior. Y eso se consigue con las comparaciones oficiales que ratifican la prolongación de los impactos sociales y sus consecuencias, desde siempre, sobre las poblaciones de menores recursos.
Y los impactos serán diversos, pero fundamentalmente se observa un descenso en la calidad de vida. Por lo tanto, interpela a los gobiernos –de cualquier signo– a la concreción, más temprano que tarde, de políticas orientadas al fortalecimiento y creación de fuentes de empleo. También confirma que las intervenciones serán diversas, tanto para los jóvenes, las mujeres y la población con escasa preparación para el mundo del trabajo. O, para las pequeñas y medianas empresas que constituyen un núcleo de salida a esta crisis sin precedentes.
Porque el desempleo exacerbó el déficit laboral y social preexistente y el terreno perdido tardará en recuperarse. Tanto como el descontento social y la desazón de quienes atraviesan por graves dificultades.