A la sombra de la inconsciencia

Hace un par de días alguien de esta casa editorial salió a tomar la temperatura de distintos puntos de la ciudad y lo que descubrió fue bastante obvio: las superficies que estaban a la sombra de un árbol tenían una temperatura menor que las que estaba expuestas directamente al sol. Pero el asunto no quedó en esa simpleza. Porque cuando se dice “menor” se puede pensar en algunos grados, pero no en diez grados o más de diferencia. Porque es difícil imaginar tremendo contraste, pero esa fue la sorpresa. Y diez grados con estas temperaturas es una enormidad. Por eso a la media sombra de algunos árboles la diferencia de esa decena de grados llamaba mucho la atención.
La solución para combatir la canícula entonces es bastante obvia: plantar árboles. No hay que ser ningún especialista para concluir eso. Y pocos estarían en contra si tenemos en cuenta que hoy por hoy, muchos proclaman a viva voz que son “amantes” de la naturaleza, que estamos muy encerrados y que el hombre tiene que tener más contacto con todo lo que sea natural para sentirse mejor y, paradójicamente ser más “humano”. Lo de la paradoja viene a cuento porque, si vemos un poco la historia de la humanidad, el ser humano no ha sido precisamente un amigo de la naturaleza sino todo lo contrario. Desde que el mundo es mundo, hemos luchado contra ella. Hemos cazado, arado, talado, depredado y alterado completamente ecosistemas que nunca volvieron a ser los mismos.
¿Eso estuvo mal? Bueno, aquí tenemos el dilema entre la conservación de lo que nos rodea o el progreso que permite que usted esté leyendo este diario impreso en papel proveniente de un árbol y que quien lo escriba utilice una computadora, que además de consumir energía también tiene muchos componentes que tienen que ver con la explotación de la naturaleza.
Pero, en fin, hoy todos somos amantes de la naturaleza. Al menos hasta que esa naturaleza se acerca demasiado. Porque si a nuestra casa entra cualquier alimaña o animal ajeno, nos sentimos tan invadidos como el cavernícola que veía como un oso se metía en su cueva. Aunque ese puede ser un ejemplo demasiado radical.
Hay otro, sin embargo, que al ser prácticamente invisible, molesta cuando ya es demasiado tarde. Es el de los propios árboles, o mejor dicho, el de las raíces. Lo que vemos de un árbol es su tronco, sus ramas y sus hojas. Y nos gusta eso. Pero, para que eso sea realidad, las raíces que no vemos crecen tanto o más que la propia copa de ese árbol.
Y todo está bien hasta que las raíces comienzan a hacerse sentir en la superficie. Y lo hacen de la única manera que saben, o sea, crecer y crecer hasta que las veredas no dan más y primero se deforman y luego se rompen. Para completar, el árbol envejece y, después de un tiempo se vuelve una amenaza, cientos de kilos que pueden caer sobre la calle o sobre nuestras propias cabezas.
Se decide con mucha lógica entonces, cortar ese árbol. Son muchos los que últimamente se pueden ver por toda la ciudad de los que solo queda una base en la que se puede observar que había poco o nada en el centro. Bien talado entonces. Sin embargo, esos son los casos menos frecuentes. Muchos árboles eran jóvenes y fuertes, que tenían muchos años de vida todavía pero que, sin embargo, también fueron talados. El tema a esa altura ya no cierra tanto. ¿Porqué cortar esos árboles? ¿Por las raíces? ¿Por la higiene? Las razones pueden variar, el asunto es que a alguien se le ocurrió que ahí estaban de más y ahora ya no están.
A todo esto, todos pueden tener sus razones. Ahora bien, la sencilla demostración de comprobar con un termómetro infrarrojo que la sombra de los árboles es un gran alivio al calor infernal que vivimos, no es un asunto para dejar pasar.
Porque lo que está ocurriendo en muchos puntos de la ciudad es que se está llegando a un paisaje totalmente despojado de árboles y lleno de hormigón. Nos estamos quedando sin pulmones para que la ciudad respire y sin el acondicionador de aire natural que son los árboles. El poco verde que hay en las plazas no es suficiente. Sin embargo, es lo que estamos consiguiendo. Hace un tiempo Gensa hizo algo así como una campaña donde no solo plantaron algunos árboles, sino que también explicaban en las escuelas porqué eso era necesario.
Y nadie podía decir que no se estaba de acuerdo. Pero, como muchas veces sucede en Uruguay, la política se cruzó en el camino y todo quedó en la nada.
Como si de seguir luchando contra la naturaleza se tratara, parece que lo que hay ahora es toda una cruzada contra los árboles. Porque a aquellos que todavía están sanos y fuertes, también se los ataca cortándole la corteza en forma de anillos para que se sequen, o simplemente se los saca y se tapa con baldosas el agujero para no verse en la obligación o necesidad de reponerlo.
Es cierto, los árboles y cualquier otra planta demanda cuidados, trabajo y mantenimiento; regarlo, podarlo y barrer sus hojas en otoño, que pueden tapar desagües que también deberán limpiarse. Y en estos tiempos son pocos los que están dispuestos a hacerlo. De hecho en cada temporada de caída de hojas proliferan las quejas de los vecinos porque “la Intendencia no barre”… Cuando bien puede –y debe- hacerlo cada uno en el espacio que le corresponde, cuando menos. Entonces prefieren “cortar por lo sano” y terminar con el molesto vegetal que tienen frente a su casa, en forma inconsulta. Pero claro, llega el verano y buscan desesperados el árbol de algún vecino para estacionar su vehículo a la sombra –quitándole ese espacio al “dueño” que tiene que dejar su auto al rayo del sol–, y se quejan por “la” calor insoportable que no permite siquiera dormir, porque la calle y la vereda siguen al rojo vivo hasta pasada la medianoche. Además, la ciudad gasta miles de kilowatts de energía eléctrica para refrigerar de mala manera habitaciones con paredes calientes por estar expuestas directamente a los rayos solares, en especial las que dan al oeste. Energía que por más que la paga el vecino, significa un gasto para el país, que debe reforzar las líneas de abastecimiento para responder a demandas extremas que se dan ocasionalmente.
Por eso a esta altura el tener las veredas pobladas de árboles ya no debería ser una decisión personal, sino una obligación establecida por la reglamentación municipal. El interés colectivo tiene que estar por encima del particular, más si consideramos que con el cambio climático, las olas de calor extremo como el que estamos viviendo serán mucho más frecuentes en los próximos años.
Por supuesto es imprescindible crear conciencia ecológica y promover el árbol, pero dejar la decisión en manos de la gente nunca dará resultado; de hecho los árboles para el ornato público son gratis, los provee el vivero municipal o incluso Gensa si se lo solicitan, pero la tendencia sigue siendo deficitaria.
Sería buena cosa que la Junta Departamental se haga eco y encuentre la manera de hacer de Paysandú, una ciudad amigable con la naturaleza.