Argentina y la dolarización

Mientras el dólar sigue en una suba sostenida en Argentina, y paralelamente la inflación ya supera el cien por ciento anualizada, encima en el vecino país asoma raudamente la distorsión que significa la proximidad de las elecciones, en un país donde las cosas se ponen en blanco y negro y se adoptan medidas y se pasan facturas en las que la constante, por lo que se ve, es contemplar intereses personales, sectoriales y partidarios, perdiendo de vista el interés general.

Lamentablemente, se van sucediendo los gobiernos entre denuncias de corrupción –los gobiernos kirchneristas se llevan por lejos el “galardón” en esta materia–, y la constante es que el presidente que asume le atribuye las causas de su fracaso a los problemas que heredó del anterior y así sucesivamente. Mientras, el país sigue hundiéndose en su economía delirante, con espiral inflacionaria, aumento de los índices de pobreza, políticas proteccionistas y el descrédito de la dirigencia política, en una encerrona que no causa envidia a nadie.

Entre las propuestas que han aparecido como un intento real de contener la inflación, figura la “dolarización” de la economía, un término que se presta a interpretaciones, en la búsqueda de generar cierta confianza y estabilidad para los operadores de la economía, y de esta forma partir de una base más o menos firme para rectificar rumbos, en un ambiente convulsionado y donde la inflación se retroalimenta cuando se procura comprar hoy antes de que mañana el precio sea más caro, con los mismos ingresos, y consecuentemente lo que se hace es agregar más nafta al fuego.

Los datos de IPC de este primer trimestre de 2023 muestran que Argentina ya ha superado la inflación del 100% para los últimos doce meses, y ha crecido entre los economistas la percepción de que la situación no es capaz de absorber medidas gradualistas, ante estas expectativas negativas, y que hay que dar un golpe de timón contundente para tratar de evitar el camino hacia el despeñadero.

La convertibilidad de 1991 a 2001 le dio a la Argentina los 10 últimos años de cierta estabilidad monetaria, pero siempre sobre bases endebles y desperdiciando la generación de una economía que debería ser floreciente, ante los enormes recursos naturales de la Argentina.

Analistas recuerdan que el kirchnerismo (2003-2015) cambió las reglas, y con ello volvió la inflación. Federico Sturzenegger, bajo el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), fracasó en el último intento de configurar un programa de estabilización. Y bajo el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023) se han sucedido diversos ministros de Economía que –en su pretensión de estabilizar los precios– lo hicieron a través de un fallido intento de controlar algunos precios y mal regular la economía, asfixiada por subsidios y prácticas proteccionistas que solo han empeorado los problemas.

Las propuestas de dolarización se habían multiplicado hacia fines de la década de 1990 como consecuencia del posible abandono de la convertibilidad (un peso: un dólar) del expresidente Carlos Menem, que se hundió, como era previsible, porque el déficit fiscal hizo imposible contener la inflación y la devaluación consecuente. Es el problema de cuando se gasta más de lo que se tiene, por corrupción en las altas esferas de gobierno y en los mandos intermedios, y por políticas voluntaristas que inevitablemente llevan a aumentar el gasto estatal y el déficit.

En la coyuntura de los últimos años, las propuestas vuelven a emerger, con una serie de ideas similares, pero siempre con posibilidades limitadas: por un lado, una posibilidad es mantener el peso, y plantear un sistema bimonetario, donde la circulación del dólar no tenga restricciones. Implica, por supuesto, eliminar el cepo cambiario. Los argentinos podrían realizar contratos en la moneda que deseen, sea el peso o el dólar, pero también se abre una competencia entre muchas otras monedas. Se podría utilizar los pesos para realizar sus pagos de impuestos y gastos, pero dejarían el dólar para otras funciones como reserva de valor.
Pero el obstáculo que algunos economistas observan en esta propuesta es que un futuro populismo no tiene más que romper esa regla para volver a abusar de la posibilidad de monetizar los desequilibrios presupuestarios, lo que volvería a replantear el problema actual.

La segunda propuesta implica eliminar el peso y se pediría a los argentinos algo que ya hicieron en 1991 cuando se estableció la convertibilidad. En aquella oportunidad, se presentaron a la caja de un banco y cambiaron sus australes por dólares a una tasa de cambio de 10.000 australes por 1 peso. La ley de convertibilidad a su vez fijaba una paridad de 1 peso = 1 dólar. No sólo ello. El Banco Central además estaba imposibilitado de imprimir nuevos pesos, si no se sumaban nuevos dólares en reserva.

Y ese era el problema, porque cuando no hay equilibrio fiscal por el gasto desmesurado del Estado, la “convertibilidad” queda solo en una ilusión y todo se derrumba, como efectivamente pasó.

Una supuesta convertibilidad a priori igualmente implicaría convertir los pesos actuales a dólares, pero ¿a qué valor?, cuando la Argentina por sus políticas proteccionistas está desfasada de la realidad mundial, como bien sabemos los uruguayos en las zonas limítrofes, aunque también con el agregado de nuestros propios problemas de atraso cambiario.

Ergo, no puede –no debería– haber simplemente un esquema de dolarización a secas, sino que en el mejor de los casos la medida debería plantearse en el marco de un esquema integral que incluya entre otras medidas un presupuesto base cero, el equilibrio –o mejor aún– un superávit fiscal, la baja de impuestos, la desregulación de varias áreas claves de la economía incluyendo la legislación laboral, la apertura económica, una reforma previsional y la privatización de una serie de empresas públicas hoy deficitarias, de acuerdo a lo que indica el manual de una gestión criteriosa, atendiendo el interés general y el presente y el futuro del país.

Y, por lo que se ve, un imposible en un escenario normal en la vecina orilla y mucho menos con las contiendas electorales que se avecinan. Un plan integral de gobierno implicaría un cambio radical en las reglas de juego, lo que permitirá tener una década de expansión económica que no se ha visto en los últimos tiempos, de seguirse el manual al pie de la letra.

Una opción que es en sí ya difícil –incluso lo sería en un país con una economía racional– y mucho más lo es en Argentina, cuya economía es un caos en el que encima coexisten 15 o 20 tipos de dólar, que se prestan para más corrupción.

Es decir, el punto es que nada ha funcionado en Argentina, porque el problema es la deficitaria gestión, el voluntarismo político, la grieta del uno contra el otro, los subsidios para mantener electores cautivos, la viveza mal entendida, la falta de transparencia, el pasaje de facturas y el sálvese quien pueda. Demasiados puntos en contra para ser medianamente optimista de que en el corto plazo surja la solución que todos deseamos para nuestros hermanos, cualquiera sea el camino elegido.