Escribe: Ernesto Kreimerman El terror, no importa el propósito, siempre es terror

La significación de la Revolución Francesa es de una dimensión de tal magnitud que no es exagerado decir que la historia dio un giro tal que la condición humana, a partir de entonces, se puso de pie. Fue mucho más allá de un conflicto social y político, que vivió momentos de debate que en esencia perduran hasta nuestros días, pero también días de violencia y de verdadero terrorismo.

Es cierto, sí, como lo reseñan los historiadores, que la Revolución Francesa representó el fin del antiguo régimen y el inicio de la modernidad, y que ha marcado y aún marca el tiempo histórico, la época de significados, que disfrutan y enorgullece a los franceses en la actualidad.

El destronado Luis XVI resumía en su persona la por momentos feroz contradicción entre dos épocas excluyentes. Nunca, según algunos testimonios de protagonistas de entonces, logró entender lo que se le venía encima. Estaba persuadido, como otros monarcas de aquellos días, uno más entre pares, que reinaba sobre todos los franceses por designio de un derecho divino y como consecuencia de ello, obviamente, no tenía la obligación de rendir cuentas a nadie. Nunca entendió que se enfrentaba un cambio de tiempo histórico, que nunca llegaría a comprender, ni mucho menos a dimensionar.

Por ello, subestimó buena parte de los sucesos que se iban produciendo. Quizás por ello aceptó, aun cuando era, por definición enemigo, la convocatoria del año 1788 a una asamblea nacional cuyo propósito era discutir, poner en valor político, las causas de la crisis financiera que jaqueaba el país. Era una convocatoria al pueblo que reclamaba, significativamente, que cada voto fuera individual y no por estamentos, como era la lógica de aquel momento. Ya este planteo era, esencialmente, disruptivo. Luis XVI, que subestimó todo aquello, nunca creyó que todo eso pudiera prosperar. Recién cobró conciencia de lo que estaba sucediendo, cuando se produce el asalto popular contra la Bastilla, punto de quiebre de dos tiempos, y del inicio de la Revolución Francesa.

La Bastilla era, por entonces, el símbolo de la opresión, de las víctimas humilladas por el régimen, por la corona. Como imagen de poder, esta cárcel construida en el siglo XIV significaba lo peor y más temido de la monarquía francesa. Había sido construida durante la Guerra de los Cien Años (aunque en sentido estricto, fueron 116 años…) que enfrentó los reinos de Inglaterra y Francia, para defender la entrada oriental de la ciudad de París. Aunque aquello se había iniciado mal para Francia, finalmente acabó vencedora. Más tarde, su uso sería como fortificación, arsenal y prisión estatal.

Tiempos tormentosos y fermentales

Aquellos tiempos de “libertad, igualdad y fraternidad” cambiaron para siempre no sólo a Francia, sino a la humanidad. Fueron tiempos de profundos debates, muchos de los cuales tienen absoluta vigencia en nuestros días. Debates fundamentales de la condición humana, y de la construcción de los equilibrios siempre en tensión de las complejas expresiones de interés de los diferentes colectivos, así como también de los elementos constitutivos de la democracia, en sus diferentes expresiones. Ya sea la división de poderes, sus cometidos esenciales y la cada vez más compleja sofisticación de la sociedad en la medida de sus diferentes grados de desarrollo, como de la universalización de conceptos básicos para el ciudadano, como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

En ese proceso que merece una lectura profunda para comprender lo inacabado de la construcción democrática y lo extenuante que significa la construcción de equilibrios dinámicos, sucedieron cosas maravillosas y otras vergonzantes. Unas y otras marcan aquella época. Pero ambas fueron producto de una dialéctica de poder, que también llega, tras un largo derrotero, tras avances y retrocesos y, de nuevo, avances, hasta nuestros días. Más aún, en esencia, debates y argumentos que se reconocen fácilmente, incluso hasta las propias raíces de los contendores.

Entre ellos, destaca uno en especial, nacido un 6 de mayo pero de 1758 y murió guillotinado el 28 de julio de 1794. Maximilien de Robespierre, fue uno de los revolucionarios más destacados, y que marcó su tiempo por ciertas ideas muy avanzadas para su tiempo, y por su despiadada forma de ejercer el poder. Serían los días del terror.

Robespierre, nacido en un hogar signado por la tragedia familiar, resultó un adolescente estudioso. Lo encandilaron los clásicos grecolatinos, los filósofos de la Ilustración, en particular, J.J. Rousseau. Graduado tempranamente de abogado, ya en 1789 participa en la cosa pública. Con su consigna “todo en Francia va a cambiar ahora”, logra ser uno de los ocho delegados por el Tercer Estado de la provincia de Artois.

Reivindicó derechos políticos completos para toda la ciudadanía. Defendió el sufragio universal y directo, las libertades de prensa y de reunión. Reclamó educación obligatoria y gratuita. Exigió el fin de la esclavitud y la pena de muerte.

Pero su nombre está asociado al terror. Aupado a la fama de incorruptible, radical entre los radicales, se convenció que el pueblo reafirmaría su confianza en las leyes si los culpables eran ajusticiados.

Nada de lo trascendente era tal si no lograba la aprobación de Robespierre. Como, por ejemplo, la redacción de la Constitución de 1791. A medida que se profundizaban las reformas democráticas, su discurso antimonárquico se volvía cada vez más incendiario.

Robespierre se había convertido en centro de la confrontación. Aquella Convención abolió la monarquía y proclamó la república. Y él se dedicó de lleno a dos propósitos: a que el rey acabara en el patíbulo, y a expulsar a los girondinos de la Asamblea.

En 1793 los diputados y ministros girondinos fueron desplazados. Dantón, Marat y Robespierre, se imponen. Y con el asesinato de Marat, Dantón y Robespierre dan lugar al Comité de Salvación Pública. Mientras, la economía se derrumbaba y el hambre castigaba a los franceses. Y el régimen, sus luchas internas, sólo cedía ante el terror de la lógica de la sospecha y el terror.

Sentía que debía contener el descontento popular y “restablecer el orden”. Para eso fue “la ley de sospechosos”, más facultades para el Tribunal Revolucionario, y creó el Ejército Revolucionario, para vigilar y castigar. Así contaba con los instrumentos legales y las fuerzas de represión y choque.

Instaló el control de precios y salarios (precios máximos y salarios mínimos), legalizó requisas, etcétera. Nada que en los tiempos posteriores otros también ensayaran.

Robespierre instauró su dictadura, la del terror. Duró lo suficiente como para dejar en Francia hambre, dolor y muerte. El momento más dramático fueron las siete semanas del “gran terror”, cuando en París fueron decapitadas 1.351 personas.

Dueño del poder absoluto hasta extremos irracionales, quedó en soledad. El 26 de julio de 1794 anunciaba una nueva lista de enemigos de la Convención a guillotinar. Los relatores de aquellos días no coinciden en si fue el temor o la valentía lo que impulsó a muchos a enfrentarlo. La tarde del 28, antes de morir, sólo pudo escuchar los gritos de “abajo el tirano”. Murió en la guillotina, habiendo traicionado la trilogía de valores de la revolución y de los valores democráticos que la inspiraron.

La democracia requiere de equilibrios y libertades para construir soluciones a los diferendos, a los problemas. Los contextos represivos sólo contribuyen a agudizar los conflictos y prolongarlos en el tiempo. Más que leyes severas y de aplicación con excepciones, leyes liberales y de aplicación radical. Como enseñara Montesquieu, “la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie”.