A medida que estamos ingresando en los últimos 60 días de la recta final de cara a las elecciones nacionales de octubre, como ciudadanos observamos que el nivel de la campaña deja mucho que desear en cuanto a insumos valederos para que la ciudadanía pueda tomar la trascendente decisión de elegir a quienes gobernarán el país por los próximos cinco años, por lo menos en lo que refiere a un determinado porcentaje de electores que es el que hace volcar el resultado de la consulta popular hacia uno u otro lado porque vota sin la camiseta puesta, despartidizado o ideológicamente situado en el medio del espectro, generalmente poco interesado en los pormenores de la política partidaria.
Porque en realidad, la tónica de lo hecho hasta ahora muestra estrategias definidas que se centran, las más de las veces, en explotar al máximo los errores del adversario, o llevarlo al terreno en que se le encuentran vulnerabilidades para poder llevarlo contra las cuerdas en la opinión pública, pero dejando de lado la sustancia de lo que deberían ser las propuestas y la capacidad para llevarlas a cabo, ya sea por su propia naturaleza o por la experiencia de gestiones actuales o pasadas.
Es que tras el acceso de la izquierda al poder y el ejercicio del gobierno durante tres períodos consecutivos, ya no quedan grandes bloques ideológicos que no hayan cumplido período de gobierno, por lo que han expuesto sus capacidades para conducir un país, por encima de las circunstancias globales que se han atravesado y que son claves para un país altamente vulnerable y dependiente, como el Uruguay.
Sin embargo, se apela más a las “chicanas” efectistas para hacer caer al adversario, tratar de exponerlo o dejarlo en evidencia ante el electorado, que en proponer, y dando así pasto a las redes sociales para que unos y otros se explayen ante su claque, y eventualmente trascender a la opinión pública más menos independiente.
Pero sin dudas que ante la necesidad de información sobre lo que piensan hacer (o no hacer, llegado el caso) los candidatos presidenciales, nos encontramos con que hay estrategias ya en marcha y que hacen que la cancha esté resbaladiza, cuando no embarrada.
Es notorio que desde el Frente Amplio no se quiere exponer a su candidato, Yamandú Orsi, al fuego de sus adversarios ante cualquier salida de tono, traspié o duda en sus opiniones, porque la realidad indica que su fuerte no es el debate ni mucho menos, y que su rótulo de candidato favorito en muchas encuestas lo hace estar en la lupa de los medios y la opinión pública.
Ergo, los conductores de su campaña tratan de dosificar sus exposiciones públicas, mantenerlo circulando en lo posible dentro de “fuego amigo” y con periodistas en su sintonía, para no caer ante preguntas directas que comprometan una opinión en temas en los que no se siente cómodo o en los que podría recibir críticas del ala más radical de la coalición de izquierdas, como el tema Venezuela.
En este caso, ha mantenido una línea tortuosa, precisamente porque dentro de su coalición hay grupos que siguen rechazando que a Nicolás Maduro se le tilde de dictador, y el candidato presidencial tampoco ha ayudado a despejar dudas expresando cual es su opinión con contundencia.
Al fin de cuentas, ¿para qué incurrrir en riesgos cuando se es favorito? Es de manual que si no se tiene nada para ganar en un debate, y en cambio se corren riesgos gratuitos, el sentido común aconseja mantener el statu quo, en lo posible hasta el acto eleccionario y –si no hay más remedio– salir a la exposición en debate con el adversario que surja para el balotaje, si es que hay segunda vuelta.
En cambio, desde el actual oficialismo, con encuestas que no le son favorables por ahora, la consigna es que el candidato opositor salga a decir lo que piensa, en lugar de dejarlo en un cómodo segundo plano para llevarla sin sobresaltos hasta octubre.
Pero quien pierde en este duelo de estrategias es el ciudadano común, el elector, porque tiene derecho a saber lo que piensa y cómo va a llevar a cabo su programa quien pide su apoyo en el acto eleccionario, más allá de simpatías y afinidades ideológicas.
Hasta ahora, lo único que aparece en el futuro inmediato es un posible debate entre economistas, el oficialista Diego Labat, director del Banco Central del Uruguay y mencionado como futuro ministro de Economía y Finanzas si gana el Partido Nacional, y Mario Bergara, exministro de Economía y del Banco Central en gobierno del Frente Amplio, que ciertamente para el MPP es una figura sacrificable.
De hecho, Mario Bergara no es mencionado como futuro ministro, y en cambio sí Gabriel Oddone, de línea astorista pero rechazado por el Partido Comunista y otros sectores radicales, que son afectos a la ideología de izquierda ortodoxa de Daniel Olesker, por lo que de la opinión de Bergara no podrían surgir compromisos vinculantes o esbozos de lo que haría un ministro de Economía de Orsi.
Pero es lo que hay, por lo menos hasta ahora. Aunque es de esperar que no normalicemos estos diálogos de sordos, escaramuzas y trapisondas, eslóganes panfletarios y acusaciones cruzadas como la tónica de la campaña electoral, sobre todo cuando miles y miles de uruguayos se manifiestan descreídos de la política, y esta sensación incluso se potencia cada vez que los integrantes del sistema político se enzarzan en dirimir pequeñeces y defender chacras propias, antes que realmente ser protagonistas por lo alto de una instancia trascendental en nuestro régimen democrático.