La situación carcelaria en Uruguay plantea un escenario que no es novedoso. Su población creció más del 30% en los últimos cuatro años, reinciden siete presos de cada diez y el país se ubica en un ranking global de las diez naciones con mayor cantidad de privados de libertad.
La mirada se vuelve a los recintos a raíz de las últimas seis muertes que investiga la Fiscalía por el contexto de violencia registrado en el complejo carcelario de Santiago Vázquez (antiguo Comcar). El hacinamiento y las adicciones a las drogas socavan las capacidades del Estado para cumplir sus funciones, porque esta problemática atraviesa a las administraciones, aunque en ocasiones se pierdan de vista algunos hechos.
El 8 de julio de 2010, un precario calentador originó un incendio en la —entonces— cárcel de Rocha. El edificio que cerró sus puertas definitivamente al año siguiente de ocurrido el desastre data de 1878 y recién el año pasado se presentó un proyecto para ejecutar un jardín interactivo en ese espacio vacío y destrozado. Aquel día quedó marcado en el calendario como la mayor tragedia carcelaria en la historia uruguaya, con 12 fallecidos, ocho heridos de diversa entidad y ningún responsable.
En el año 2022, el Ministerio del Interior fue condenado a pagar indemnizaciones a los familiares reclamantes, luego de un largo proceso y sucesivas apelaciones. El fallo, que el gobierno actual resolvió no apelar, estipuló un total de 1,1 millones de dólares por concepto de “daños y perjuicios”, con indemnizaciones que varían entre 3.000 y 270.000 dólares. Algunas demandas fueron amparadas de forma total y otras parcial, conformando la trama de un hecho que estaba condenado a que sucediera.
En una habitación de cuatro por siete metros cuadrados convivían veinte reclusos —su capacidad era para ocho— separados por las denominadas “ranchadas” o elementos que se usaban para dividir y brindar una suerte de privacidad. Las frazadas, nailon o sábanas que dividían a las personas tomaron fuego tras caer sobre un calentador que era un ladrillo atado con alambres y enchufado a la electricidad. Eso, sumado a las sospechas de demoras en abrir las puertas de la celda, se cuentan entre las principales hipótesis del siniestro que comenzó a las 3:30 de la madrugada.
Y un detalle que no es menor: aquella cárcel no tenía la habilitación de Bomberos ni los suficientes elementos de seguridad para enfrentar un incendio de ese tipo. Al momento de la tragedia, registraba un hacinamiento del 290%, porque en una estructura para 50 personas vivían 174.
En aquel entonces —bajo el viejo código— algunos jóvenes fallecidos en el siniestro estaban privados de la libertad por poseer algunos porros o gramos de marihuana. Estos hechos se discuten hasta hoy —con el nuevo código— y la oposición sugiere que las cárceles uruguayas incrementan su población por este perfil de presos. O sea, una polémica que se repite aunque hayan cambiado los procedimientos.
Este año cerrará con unos 16.000 encarcelados. Sin embargo, la estadística no para de crecer y, a pesar de la alta prisionización, la percepción de la inseguridad ciudadana se mantiene intacta en las estadísticas, así como en las calles, desde el año 2009.
Es que en los últimos veinte años la población carcelaria se multiplicó por tres, pasando de 6.211 en 2005 a 15.700. Más del 85% de esta población es consumidora problemática de sustancias, con una abrumadora cantidad de reincidentes.
Entonces, no es necesario buscar la explicación de los altos niveles de violencia que se registran en los últimos quince años. Ni tampoco del deterioro en la salud mental que, por ejemplo, declara inimputables a los autores de los últimos tres matricidios o de los atacantes de mujeres en la vía pública.
¿Es quizás por esa razón que algunos parlamentarios convocarán al ministro del Interior, Nicolás Martinelli? Porque si fuera únicamente por los seis reclusos fallecidos en el Comcar, sería una realidad bastante más parcial de lo que muestra un escenario complicado desde hace muchos años.
El sistema no está colapsado desde ahora, ni desde hace seis meses cuando ocurrió un hecho similar, con la muerte de otros seis reclusos.
¿Hubo en aquel 2010 un protocolo para prevenir un hecho tan aberrante? ¿Se instalaron en los sucesivos años, cuando también ocurrieron muertes violentas?
De acuerdo al Instituto Nacional de Rehabilitación, en el presente período de gobierno se han construido y recuperado más de 1.300 plazas, más de 600 se encuentran en construcción y se proyectan unas 2.100. Pero, ante el hacinamiento dispar que es crónico en algunas cárceles —como el antiguo Comcar—, faltan unas 2.500.
Por lo tanto, el sistema se encuentra en crisis desde hace largo tiempo y la escuela del delito se desarrolla sin mayores complejidades. Es así que nadie puede pecar de ignorante ni mucho menos de iluso. Recién desde el año pasado se muestra la evidencia de la reincidencia carcelaria, cuando antes era estimada. Y ese 70% es claro y contundente porque indica que solo el 30% desiste de delinquir. Los que vuelven al delito son, en su mayoría, hombres mayores de 35 años que cumplieron penas menores a seis meses.
Pero mientras la seguridad ciudadana sea un botín electoral, el camino a la solución será aún más largo y dificultoso. El sistema, tal como está planteado, no es viable y desactiva cualquier programa de rehabilitación. También este es un hecho constatado por la realidad de lo que ocurre en las cárceles.
No está claro si estos hechos lamentables —también— forman parte del juego político de los llamados a comisión general o las interpelaciones parlamentarias. Lo cierto es que se repiten conforme pasan las administraciones y, en ocasiones, parece que se les va de las manos.
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