Viernes 15 de octubre de 1999.
A las dos y media de la madrugada me despierto, veo luz y pienso que es de día, y que mi reloj está parado. A las cuatro menos cuarto me levanto y llamo a Isabel. Resulta que el reloj está bien, la luz es eléctrica. Vamos al baño y al regreso recorro las cuchetas, tapando a los niños que están destapados y con frío.
A las siete nos levantamos. ¡Qué desgracia, está lloviendo! Vamos todos al comedor, allí algunos toman mate, otros toman té, los niños comen de todo lo que encuentran. Festejamos el cumple de Ricardo y también de Amparo, aunque ella no quiere festejo.
Chávez da la nota graciosa: “¡Se rematan calzoncillos a peso cada uno, bien limpitos y con jabón de tocador, para que la muchacha que se le acerca sienta el perfume!” Los niños, nada, nadie se anima a decir que uno es suyo. Las niñas se mueren de risa.
Recién a las diez menos veinte salimos rumbo a Punta del Este. Es un largo camino. Los cerros están cubiertos de niebla en sus cimas. Las olas del mar son fuertes. Llueve, pero poco a poco se va calmando la lluvia.
Vemos tendales blancos a los costados del camino. ¿Será granizo o nieve? María Noel opina que es nieve, porque la nieve no se derrite enseguida. No podemos comprobarlo. Pero eso me dice que tengo alumnos que observan y piensan, a pesar de haberme dicho días atrás, que ellos iban de paseo, no para observar. Algunos son “científicos”, formulan hipótesis y todo. (Aclaro que María Noel estudió bioquímica).
El “Pan Duro” –Cerro Pan de Azúcar– tenía una cruz envuelta en la niebla. Pasamos varias corrientes de agua, algunas que corren entre las piedras, viveros, casas modestas, colmenas, montes nativos, montes de pinos, hornos de ladrillos, más forestación. ¿Tajamares? (son más grandes que los comunes, por eso dudo), praderas artificiales, vacunos, campos sin cultivar, estancias, piedras (asperezas), ovejas, más montes nativos. Pasamos cerca de El Jagüel, lástima que no entramos. No puedo sacar fotos porque el vidrio de la ventanilla está empañado por la lluvia reciente.
A las once menos diez tenemos muy cerca el océano. Pero el campo sigue y sigue. Deja de verse el océano, ya estamos un poco cansados por tanta ansiedad. Recién a las 11:55 llegamos al balneario José Ignacio, donde hay una playa increíble. Está lloviendo suavemente, nos acercamos a la costa. Hay enormes piedras, las olas rompen contra ellas, el agua se viene, algunos se mojan los pies y aun el pantalón. Es una enorme algarabía, un montón de gente, nosotros, sacando fotos, juntando caparazones de caracoles, algas, piedritas, incluso un cangrejo. Federico García nos muestra un huevo de tortuga, del cual ya ha salido la tortuguita. Renzo me regala un montón de caracolitos.
El faro es enorme, no puedo enfocarlo con la cámara.
Como está muy malo el tiempo, regresamos al ómnibus.
Seguimos viaje por la costanera. Vemos lagunas costeras, dunas y más dunas, algunas con vegetación, arbustos y pastos, otras, como las del desierto. Enormes tanques cilíndricos, ¿de qué serán? Recuerdo que en José Ignacio hay una boya petrolera, ahí está la explicación.
Los niños van tranquilos, cansados pero felices. Alejandra Jesús con cara de velorio. ¿Qué habrá pasado? Jonhatan y Sandra, la mamá de Analía, han vomitado y vomitado, ahora se han mejorado algo.
A las doce menos cuarto llegamos a Manantiales, un pueblito rodeado de dunas. Hermosas casas se venden, se alquilan.
Recuerdo que hace muchos años, allá en mi escuela de Algorta, llegó una carta de niños de Manantiales y nunca pudimos saber dónde estaba ese pueblo, sólo supimos que en la costa oceánica. No me gustaría vivir en esos lugares, son terriblemente lejanos, la gente vive del turismo y de la pesca, es una vida muy sacrificada. Se ven algunas pescaderías.
Ahora pasamos por el puente de la Barra de Maldonado (una barra es un banco de arena en la desembocadura de un arroyo). El puente es ondulante y cuando comienza la bajada, todos gritan ¡aaaah! El júbilo es mayúsculo. Dos bajadas y dos griterías. Terminamos de pasar y todos piden otra. ¡Una más y no “jodemos” más! ¡Una más y no “jodemos” más! No hay otra. Sí, hay, hay, ¡Aaaah! El chofer escucha el pedido y otra vez la algarabía.
El ómnibus se detiene un momento en el pueblo. Son las doce y veinte y dale cumbia. Y de nuevo pasamos por el puente, por tercera vez. ¡Aaaah! ¡Aaaah! ¡Qué bueno!, opina Robert.
Esto fue lo mejor –dice Lourdes–. Hablan a los gritos, están muy excitados.
¡Chiquilines, Sandra está descompuesta! –avisa Amparo–. No hagan tanto barullo.
Continúa el viaje. Pobreza cerca de tanto lujo. Me siento triste al pensar en esa gente que lleva una vida llena de sacrificios, en esos lugares tan hospitalarios para los ricos y tan inhóspitos para los pobres.
Vuelan las gaviotas sobre el mar. Bosques de eucaliptos.
Vamos llegando a Punta del Este. Hermosas casas, edificios, monumentos. Recorremos la península, por una avenida, sacamos fotos, vamos al mercado, donde compro un caleidoscopio, una maravilla. Pasamos por la Terminal.
A las 13 y 40 partimos, dando la vuelta por la costanera. Ya no llueve. Los niños golpean las manos al compás de la música. Vemos los yates, los veleros, una chata trabajando, el hotel Conrad, el casino, el hotel Charrúa (frente a él hay vegetación indígena).
Pasamos por Maldonado y por San Carlos, sucede que están tan cerca un lugar de otro, que es difícil diferenciarlos bien en una pasada tan rápida. Maldonado parece ser una linda ciudad, pero no la cambiaría por Paysandú. Creo que nuestra ciudad es una de las mejores del país, con gente muy especial.
Un arroyo con agua sucia y estancada, algo increíble en estos lugares. Viveros, zonas de camping, viñedos, chacras, Lapataia, El Sosiego, el Arboretum y el museo Antonio Lussich, un cruce peligroso.
Vamos subiendo el lomo de la Ballena –dice Celia, que conoce el lugar–. ¡Aaaaay!, es la respuesta general. El camino es alto. Vemos pinos en las dunas. Llegamos a Casapueblo, un castillo encantado y encantador junto al océano, al pie de los acantilados. Audacia, creatividad y maravilla. Jamás había soñado conocer semejante lugar.
Entramos y recorremos la exposición de cuadros y esculturas, terrazas, piscinas. Es un lugar en el cual me tardaría un día entero admirando las maravillas que allí se aprecian, las obras del famoso pintor y escultor Carlos Páez Vilaró.
A las 15 y 10 salimos de Casapueblo. Al otro lado de la bahía vemos Punta del Este, y la Isla de Lobos, allá a lo lejos. Una gaviota volando sobre las olas. Rocas enormes.
Hemos visto y continuamos viendo casas de todas formas y colores.
Pinos marítimos, arroyos, montes naturales, cerros, praderas, casas, vacunos, forestación, asperezas, palmeras, más bosques de eucaliptos, tajamares, más cerros, animales. De pronto Martín avisa: ¡Una curva con bajada! ¡Aaaaah!, responden. Gritan y gritan.
Al fin, a las cuatro menos veinticinco llegamos al campamento.
¡A comer! Es almuerzo, merienda y cena, dice la Dire.
Tenemos un montón de comida. Ensalada de frutas.
Los niños quieren jugar, aprovechan todo lo que pueden para divertirse en los juegos y en la arena. Quiero sacar una foto de mi clase, pero después de discutir unos diez minutos desisto, porque no puedo convencer a todos.
En la cocina un montón de padres han estado preparando el almuerzo y después se encargaron de dejar todo en orden.
Lástima que como llovió no pudimos visitar la reserva de fauna ni el castillo de Piria, ya no hay tiempo.
Son casi las seis de la tarde, vamos a partir. Ya está todo pronto, ya juntamos los últimos caracoles, ya subimos al bus. Pero la salida se demoró como un cuarto de hora, porque un niño se descompuso y hasta tuvieron que llamar la ambulancia. Cuando se soluciona todo aún tenemos que ir al centro por los helados.
Son las 6 y 20 cuando finalmente podemos emprender el regreso.
Ahora sí, no importa que no duerman, que conversen, que bailen. Algunos duermen, otros se reúnen a charlar en el fondo del bus. A charlar de sus asuntos.
Son como las once de la noche cuando Cháves, que iba en el primer ómnibus, sube al nuestro.
Vengo a estar con mi gente, los extraño. Voy a cebarle mate al chofer, dice.
Son exactamente las doce de la noche, cuando enciende la radio a todo volumen y recorre el pasillo del ómnibus, despertando a los dormilones.
¡Vamos!, ¿no querían pasear?, ¡ahora resulta que están todos durmiendo, qué vergüenza! ¿No durmieron bastante cuando eran chicos?
Unos pocos están tan rendidos que ni pestañean, pero unos cuantos se enderezan, se levantan y ¡a bailar! Hasta la maestra baila.
Olvidaba contar que un rato antes, Judith se había sentado conmigo, con ánimo de confidencia, o chusmerío. Me enteré así de las preferencias, en materia amorosa, de unos cuantos niños, sin haber pensado averiguar nada.
Y olvidaba algo muy divertido: cuando íbamos, Daniel se durmió y cayó al piso del bus, lo levantaron, seguía durmiendo y volvió a caer, fue un buen rato de risa.
A la una menos veinte del sábado, arribamos a la terminal. Los familiares están esperando los cuentos de cada uno, ansiosos por saber cómo les fue, sobre todo los que no se habían comunicado por teléfono (no había celulares aún). Los viajeros, todos encantados.
Y así termina el viaje, de imborrable recuerdo.
¡Esto sí que es auténtica nostalgia!

