Hacia la transformación digital

Con pocos días de diferencia, Uruguay asumió la presidencia del Grupo Digital 9 (D9), un espacio de trabajo de los países con gobiernos más digitalizados del mundo y, en Rivera, la Universidad Tecnológica (UTEC) inauguró un edificio de 3.250 metros cuadrados con capacidad para 1.000 estudiantes donde se desarrollarán cinco carreras de avanzado componente tecnológico y una especialización en inteligencia artificial. No son hechos aislados sino parte de una serie de políticas estatales apuntan hacia una misma cosa: el impacto de la digitalización en la industria, la producción, el consumo y la vida cotidiana.
No es poca cosa para un país y una economía como la nuestra ser la única nación latinoamericana que figura entre las más digitalizadas del mundo, junto a países como Estonia, Israel, Nueva Zelanda, Reino Unido, Canadá, Portugal, México, Corea del Sur. No es un hecho casual sino la materialización de una política de Estado que se ha venido trabajando fuertemente en los últimos años y que comprende una serie de iniciativas referidas al gobierno electrónico, inclusión digital e inteligencia artificial, ciencia de datos y el aprendizaje automático con énfasis en el desarrollo productivo.
A diferencia de la mayoría de las economías de América Latina y el Caribe, que no se han sumado a tiempo a la revolución de las TIC y de Internet, perdiendo una oportunidad única de realizar grandes avances en materia de innovación y presentan distintos grados de retraso respecto a indicadores referidos a aspectos básicos como el acceso a banda ancha y la cantidad de computadoras entre la población, Uruguay se ubica a la cabeza y muy bien posicionado.
Trabajando fuertemente los conceptos de gobierno abierto y digital, nuestro país ha desarrollado una sólida infraestructura de banda ancha fija, en especial la fibra óptica, pero también ha mejorado la conectividad internacional y ha desarrollado una fuerte concepción administrativa relacionada con la Sociedad de la Información y la trasformación digital del Estado, el desarrollo de software de seguridad y el abatimiento de la brecha digital a través de planes como Ceibal e Ibirapitá, que entregaron computadoras portátiles a niños y jubilados avanzando así hacia una propuesta de fuerte inmersión tecnológica en la vida cotidiana.
Desde estas perspectivas se puede afirmar que nuestro país está mejor preparado que sus pares latinoamericanos para adaptarse a la economía digital emergente en la que el acelerado cambio tecnológico es una constante e impactará fuertemente en distintos ámbitos, entre ellos el de la formación de los ciudadanos en general que requerirán nuevas habilidades –aún no completamente definidas– para interactuar con máquinas inteligentes, y su inserción en los ámbitos laborales y también la vida cotidiana (debido a las exigencias de la digitalización financiera y de las comunicaciones por ejemplo).
También podríamos preguntarnos cuáles son los impactos en la economía de esta revolución digital y cómo afectan la innovación y el comportamiento empresarial, por ejemplo. En este sentido, un informe del BID denominado “El imperativo de la transformación digital” (2018) evidencia claramente que los avances tecnológicos emergentes, como la inteligencia artificial, el aprendizaje automático, la tecnología blockchain, la impresión 3D, los sensores y el big data, han desencadenado una fuerte ola de innovaciones caracterizada por la desintermediación, el emparejamiento (matchmaking), el intercambio y la innovación a través de plataformas y modelos abiertos.
En este sentido indica que los cambios antes referidos están teniendo consecuencias profundas en los modelos de negocio de las empresas, la dinámica de mercado en varias industrias, los procesos de manufactura, el comercio y la prestación de servicios, lo cual ya está manifestándose también en las economías latinoamericanas, en el mercado de trabajo, en el sector financiero y la producción de bienes y prestación de servicios.
El informe también advierte que la respuesta de las políticas públicas frente a este nuevo escenario ha tenido grandes limitaciones ya que si bien varios países han formulado ambiciosas agendas digitales, en general, las políticas de TIC latinoamericanas muestran un sesgo hacia el desarrollo del gobierno electrónico, particularmente en las áreas de gestión financiera, adquisiciones, y la gestión de los sistemas tributarios y de ingresos públicos, a expensas del poco hincapié que se hace en la necesidad de programas que realcen las capacidades del sector privado de adoptar y utilizar tecnologías digitales.
En este complejo escenario, en el que el valor del comercio mundial de información ha superado el valor del comercio mundial de mercancías, la educación se torna un activo insustituible para gestionar el cambio y aprovechar oportunidades. Son necesarias nuevas formas de enseñar y aprender, así como nuevas especializaciones para atender los requerimientos de un mercado y una industria cada vez más “tecnologizada” que demanda nuevos conocimientos y habilidades y requiere más eficiencia al sistema educativo así como mayor capacidad de innovación a las empresas. Ese es, ni más ni menos que un desafío crucial para el país, el cual ya no admite postergaciones.
Siendo un país en el que las pequeñas y medianas industrias tienen un peso tan grande en la actividad económica y el empleo, también debemos preparar el cambio en este sector dado que la “empresarialidad” digital se traduce, por ejemplo, en modelos de negocios totalmente nuevos y diferentes, basados en la economía compartida, la desintermediación y la innovación abierta que quizá demanden nuevas regulaciones. Por su parte, la investigación y desarrollo se está alejando de los laboratorios tradicionales y moviéndose hacia startups, por lo que también adquirirán cada vez mayor importancia las denominadas incubadoras de empresas y aceleradoras de negocios.
Se trata de un panorama complejo y desafiante pero que también presenta oportunidades impensables hace apenas una década. Un escenario con el que seguramente debamos convivir cada vez más y frente al cual el Estado tiene responsabilidades que van más allá de los aspectos referidos a la infraestructura y se sitúan en el ámbito de la educación y la alfabetización digital de las personas y empresas, el apoyo a ecosistemas digitales, la formación especializada y el establecimiento de regulaciones para la economía colaborativa y los negocios digitales.