La virtud está en el cambio

En su obra “El Príncipe”, Nicolás Maquiavelo sostenía que la única preocupación de un príncipe (gobernante) debería ser la de buscar y retener el poder para conseguir el beneficio de su Estado, donde las consideraciones éticas o religiosas eran inútiles. Es de Maquiavelo, además, el principio que aseguraba que el bienestar de ese Estado dependía de que el gobernante aprendiera a utilizar el mal para lograr el bien, o sea, tejer los engaños e intrigas necesarias para no caer en los artilugios de sus rivales.
Con el paso de los siglos, se experimentaron transformaciones en los conceptos maquiavélicos y las decisiones de los gobernantes se basaron en intereses, antes que en ideales. Los principios dieron lugar al pragmatismo en la búsqueda de los objetivos de acuerdo con un entorno o circunstancia y poco a poco se descubrió que la “realpolitik”, o política de la realidad, definía los liderazgos.
En la actualidad, el término “realista” se ha flexibilizado y se explica a un partido o ideología que cede en algunos de sus principios, con tal de conseguir avanzar en otros aspectos. Pero, en todo caso, refiere a la necesidad de adoptar decisiones porque eso, en definitiva, también es “hacer política” y la manera en que se toman, explica los alcances de un líder.
El gran tema a resolver es qué papel cumplen aquellos que impulsaron un liderazgo y lo colocaron en posiciones privilegiadas, cuando algunas prácticas reñidas con la moral comenzaron a ocurrir con peligrosa asiduidad. Y mucho más cuando ante una situación surge otra y luego otra y así sucesivamente hasta comprender que los acomodos y el clientelismo, por lo cual se había luchado durante décadas, era y es una práctica habitual que atravesaba a todas las administraciones, tanto nacionales como municipales.
En esa vorágine de reclamos y malhumor público, se confundieron los parentescos con el clientelismo, cuando en realidad la conciencia colectiva ha gritado desde nuestro interior –y lo ha hecho por generaciones– el deseo de acomodarnos en un puesto público ante la sola idea de la inamovilidad o una tarea con menos agobio que marca cinco días a la semana, al menos unas seis horas diarias con salarios mejorados y facilidad de protestar desde un sindicato.
Hoy se defiende a la herramienta del concurso público para el ingreso al Estado que, aplicado de forma transparente, elimina las iniquidades e injusticias. Sin embargo ha tenido fallas que, lamentablemente por extensión, han ensuciado a quienes ingresaron de forma transparente. El problema es que no se ha logrado instrumentar una solución que modifique esa forma tan uruguaya de ver a la gestión pública. Porque, en realidad, es una responsabilidad de los gobernantes la aplicación de las resoluciones con pragmatismo antes que basar sus discursos en principios que ya resultan abstractos, como la ética. O como dijo el entonces presidente José Mujica en sus primeras audiciones radiales: “El concurso, masivamente en este país, se ha transformado en un instrumento de acomodo, no lo digo ciento por ciento, lo digo en un cálculo bastante importante”.
Los organismos y personas que atraviesan los titulares de la prensa son variados, van desde los órganos rectores de la salud pública hasta de la previsión social, pasando por las intendencias municipales en cualquier período, ministros con asesores de su círculo cercano y el tribunal de lo contencioso administrativo. Si la Junta de Transparencia y Ética Pública (JUTEP) quisiera investigar de oficio, es seguro que no le alcanzarán los funcionarios ni los recursos ni el tiempo cronológico o físico para arribar a una conclusión en este intríngulis que va mucho más allá de los lazos de consanguinidad o afecto. Lo inaceptable de todo esto es que las críticas a algunos comportamientos provengan desde la interna de la fuerza política en el gobierno, tal como lo haría cualquier diputado opositor, cuando en realidad tuvieron –y aún tienen– el poder para el cambio porque tres períodos de gobierno no es poca cosa. La virtud está en el cambio de criterio y en las decisiones que se toman, no en quien pega el grito más fuerte.
Porque si el pariente del jerarca está preparado técnicamente para ejercer el cargo de confianza, la discusión pasaría por otro lugar, antes que por la vinculación afectiva y se valorarían con mayor peso los resultados de su gestión y compromiso. Sin embargo, casi en exclusividad nos encontramos anclados en el tema de la pertinencia o no del parentesco, cuando el acomodo es un bastión que genera peso político y base electoral. Es decir, los votos salen de esos puestos que son “bancados” por todos los ciudadanos.
Si bien es cierto que este flagelo tan viejo en la política descabezó la titularidad de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), porque el propio presidente Tabaré Vázquez debió reconocer su hartazgo, tuvo otros sonados antecedentes, como la defensa de la ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, a la designación de su futuro yerno en un puesto cercano hace algunos años. Incluso el flamante presidente de ASSE y exintendente de Canelones, Marcos Carámbula, debió salir a defender la designación de familiares –algunos en cargos técnicos y otros honorarios– ante duros cuestionamientos que surgieron desde las redes sociales y aún antes que aceptara su nuevo destino.
Por eso, para que un electorado inquieto y poco acostumbrado al debate de altura no reitere a diario la frase “son todos iguales”, habrá que barajar y dar de nuevo. Lo peor que pueden hacer es buscarle explicaciones a un asunto que hace agua por todos lados y eso es, precisamente, lo que hacen.
Ni blancos, ni colorados ni frenteamplistas están libres de pecado. Y sin embargo, todos los días toman una piedra para arrojarla. El cambio está lejos de consolidarse y tampoco se encuentra en una oposición acusada de los mismos males criticados en el oficialismo. Las elecciones son el año que viene y –salvo que sean el Sombrerero de “Alicia en el País de las Maravillas”– no tienen el tiempo detenido a las 6 de la tarde para tomar el té hasta la eternidad.