Menos consultorías y más responsabilidades

Con fondos propios y un complemento de origen internacional, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) lanzará próximamente un denominado “laboratorio de políticas públicas” con el objetivo de conectar las necesidades de evaluación de los organismos gubernamentales con las capacidades de los expertos de la academia desde la “economía comportamental”.
Este aspecto fue subrayado a El Observador por el subdirector de la OPP, Santiago Soto, quien explicó que el proyecto será financiado con aportes compartidos y que el objetivo es que los primeros resultados sean presentados a inicios de 2020.
Desde el gobierno destacaron que países como Australia, Dinamarca, Estados Unidos, Singapur y Perú cuentan con estos laboratorios y que tienen el asesoramiento del Behavioural Insights Team, una institución británica que fue la primera del mundo en dedicarse a la aplicación de ciencias del comportamiento en las políticas públicas con el objetivo de hacerlas más eficientes y eficaces. Soto señaló que quieren que las políticas públicas estén “basadas en la evidencia para poder testar herramientas” a partir del comportamiento de la población.
El subdirector de OPP puso como ejemplo un experimento realizado por la Dirección General Impositiva (DGI) y el Instituto de Economía en el año 2017 que permitió aumentar entre 7 y 11% el pago de IVA de pequeñas y medianas empresas. En este caso lo que se hizo fue enviar cartas con cuatro redacciones diferentes a más de 20 mil empresas y se encontró que una era la más efectiva.
“En general la economía asume que las personas tienen información completa y deciden qué van a hacer, y esto parte de otro supuesto: que la gente toma decisiones con información limitada”, agregó. La convocatoria a la presentación de ideas se extenderá por aproximadamente dos meses y luego un comité académico asesor junto a técnicos de la OPP definirá los ganadores, teniendo en cuenta distintos criterios. En su último año de gobierno, el Poder Ejecutivo también pretende que el Parlamento apruebe un proyecto de ley que incorpore “buenas prácticas de gestión” en las empresas públicas.
Bueno, en primer lugar se reafirma la práctica recurrente de generar consultorías y asesoramientos rimbombantes a partir de supuestos que sin embargo refieren a “cosas cantadas”, y que más allá de la buena intención que nadie cuestiona, las respuestas pasan por acciones de sentido común y decisiones políticas, más allá del barniz técnico que se le pretenda dar. Y por supuesto, definir políticas de Estado en el ámbito que sea, para que realmente se den los resultados en el mediano y largo plazo de los proyectos y lineamientos que se pongan en marcha.
¿O acaso se necesita crear un laboratorio de políticas públicas para poner énfasis en los objetivos y la gestión, que es la de devolver en obras y servicios al ciudadano, que financia al Estado en toda su dimensión, incluyendo a las empresas públicas, la burocracia, las inversiones, los recursos que éste deja con gran esfuerzo en impuestos, cargas fiscales, de su bolsillo? ¿Para qué están los miles de técnicos, asesores, ingenieros, analistas, directores, entre una interminable pléyade de estudiosos a los que el Estado les paga jugosos sueldos, algunos tanto o más caros que los que recibe un ministro, por ejemplo? ¿Además de todos esos, hay que contratar una empresa para que nos diga cómo hacer las cosas?
No se necesita un laboratorio para asumir que todo gobierno, sea de izquierda, de derecha o del medio, debe gestionar la cosa pública buscando la eficiencia y los mejores resultados para que rinda lo mejor posible cada peso que pone el ciudadano en “su” empresa (parece una broma de mal gusto), y lo mismo se da en las dependencias del gobierno central, en la burocracia inmensa del Estado, en las licitaciones, en la obra pública directa y en la tercerización, con los controles necesarios.
Pero para hacerlo debe haber voluntad política y situarse por encima de ideologías, sobre todo de aquellos de corte populista que al estilo del expresidente José Mujica pretenden hacer creer que lo que gasta el Estado, las pérdidas que han tenido o tienen empresas como ALUR, Ancap, Alas U, la plata irrecuperable del Fondes, o las obras faraónicas como el Antel Arena que terminan pagándose dos veces y media lo presupuestado –o no se concretan, como Aratirí, con cientos de millones de dólares enterrados– no tienen ninguna importancia porque el Estado tiene recursos inagotables.
Asumir por lo tanto que la buena gestión del Estado en su conjunto no es de izquierda ni de derecha, sino una práctica no ya sana, sino imprescindible, para que al país le vaya bien. Y no se trata solo de un aspecto comunicacional, como el de la redacción para que las empresas mejoren el pago de impuestos.
Las responsabilidades empiezan por las de las jerarquías, los cargos directrices, que son los que deben a su vez permear hacia los demás estratos de una empresa o de un organismo las normas, exigencias, los controles, la evaluación y la transmisión de valores y objetivos en juego. Pero también hay que terminar con la inamovilidad dentro del Estado, y el que no rinda su sueldo, deberá irse para su casa sin más, por más pataleo sindical que surja.
La responsabilidad superior sin embargo es la de los responsables de la conducción del gobierno, en tanto las designaciones de las máximas jerarquías de confianza es de su resorte, más allá de los escalafones de carrera, y a partir de su disposición a la búsqueda de la eficiencia y cumplir los objetivos surge la pirámide de la eficiencia y el mejor uso del dinero que aportan los ciudadanos.
Naturalmente, los procesos productivos y administrativos responden a un orden técnico imprescindible, pero de poco y nada vale este marco si a la vez se sobredimensionan los costos mediante la contratación de más personal del que se necesita, si no se atienden las reglas inherentes a la productividad, y a la vez no se atiende al funcionamiento de la empresa o dependencia que se trate con el celo que corresponde, como se hace en la actividad privada, donde ser competitivo y eficiente es tema de vida o muerte de la empresa, de la fuente de empleo.
Esta es precisamente la mayor falencia de nuestro país, porque se falla desde el nivel jerárquico en cuanto a exigir hacia abajo, para que no prime la tesitura del menor esfuerzo posible, y a la vez, debe reconocerse que las normas en vigencia son laxas y las herramientas correctivas y punitivas suelen diluirse en un mar de dilaciones, derechos y condiciones que al final terminan por desalentar al más pintado.
Este esquema irracional no es tema de un solo gobierno, sino que se ha dado en todas las administraciones, cuando se ha preferido priorizar el clientelismo y el no crearse problemas antes que realmente adoptar decisiones en aras del interés general, ante los costos políticos que implica hacer lo que hay que hacer. Y mientras no se dé este paso, seguiremos navegando entre consultorías, proyectos, enunciados, compromisos que no se cumplen, enriqueciendo así el curro y por ende afectando las condiciones para la inversión de riesgo, ante los elevados costos que aplica el Estado a todo lo que se quiera hacer.