Cuando el discurso divide

La semana anterior estuvo marcada por importantes anuncios. Algunos, sólo confirmaron la realidad y otros datos aportaron a la percepción. El lunes 25, el Ministerio del Interior confirmó que en Uruguay aumentaron las rapiñas más de la mitad y los homicidios llegaron a 414. Demostró, además, que la seguridad ciudadana es un punto débil en el gobierno de Tabaré Vázquez, que demoró en mostrar las cifras oficiales que ya tenía en su conocimiento, cuando difundió el último balance de su gestión el pasado 1º de marzo.
También demostró que la delincuencia se vuelve cada vez más violenta por la impunidad que gozan y no por haber leído el nuevo Código de Proceso Penal, antes de noviembre de 2017.
Pero debían pasar unos días para que no salpicara aquella promesa electoral de 2014 –incumplida– de bajar el 30 por ciento de los delitos. O de reconocer el fracaso de una gestión que explica el incremento de los ajustes de cuentas entre bandas, a pesar de las acciones ejercidas sobre los grupos criminales.
La cifra récord se registra justo en momentos en que el Ministerio del Interior despliega toda su fuerza y desarrolla operativos que después titula como “exitosos”, con el fin de desterrar a las bandas criminales que asolan algunas zonas específicas, con allanamientos y coordinaciones con otras instituciones estatales. Claro que esos operativos “exitosos” finalizaron con unos pocos imputados ante la justicia y, en su mayoría, por el robo de energía y agua. Las excepciones se dieron con la banda de Los Chingas, que asoló Casavalle durante 2017 y parte de 2018, cuyos principales componentes fueron encarcelados y algunos integrantes resultaron asesinados por otros delincuentes.
Todo esto tan difícil de asumir, contrasta con los datos de criminalidad y violencia presentado por este mismo equipo– en años anteriores. El gobierno difundió las cifras correspondientes a 2016, el 9 de enero de 2017 y las de 2017, lo hizo el 29 de enero de 2018. Pero los números correspondientes a los ajustes de cuentas entre criminales son tan subjetivas como la “sensación térmica”, que explicaba el exministro del Interior durante el primer gobierno de Vázquez, José Díaz. O tan impredecible como el miedo mismo.
Y así lo explicaba unos días antes el director nacional de la Policía, Mario Layera: “Generalmente no tenemos testimonios, muchas veces no ubicamos el lugar donde fue registrado el hecho, porque las personas no declaran sobre ese aspecto, e incluso hemos tenido casos de personas que llegan a la atención médica y nunca quieren denunciar ni sus propias lesiones”.
También en la semana, las cifras oficiales mostraron un incremento de la pobreza en Uruguay que pasó a 8,1 por ciento. O como lo define el Instituto Nacional de Estadísticas: “Cada 1.000 personas, 81 de ellas no superan el ingreso mínimo para cubrir las necesidades básicas alimentarias y no alimentarias”. Los peores índices se encuentran en Artigas, seguido por Cerro Largo, Treinta y Tres y Montevideo. Allí también, junto a Canelones, se encuentran los principales asentamientos que marchan a los bordes de las ciudades para profundizar el abismo social y la fractura que nunca se redujo, a pesar de la “década ganada” y al auge económico registrado entre 2004 y 2014, con niveles de ingresos de divisas como hacía años no recibía Uruguay.
O de las dificultades cada vez mayores para que los jóvenes accedan a un mercado laboral que necesariamente debe tecnificarse y exigir en sus procesos industriales y comerciales, porque por ahí va el mundo. A pesar de que en Uruguay es moneda corriente manejarse a porfía.
Porque la deserción en la enseñanza secundaria es alta para un país que se ha jactado de la igualdad a partir de la educación pública y el legado vareliano. Sin embargo, seis de cada diez alumnos no terminan los estudios y no todos pertenecen a poblaciones vulnerables. El caso uruguayo es emblemático porque resulta más negativo, en comparación a los demás países del continente, donde la deserción es de cuatro cada diez alumnos. Eso significa que en Uruguay –de continuar así– más de la mitad de su fuerza laboral no tendrá siquiera las mínimas competencias para desempeñarse en un mundo competitivo y bastante más abarcativo que el horizonte que llega al río de la Plata.
Aunque el discurso político quiera matizar y comparar con años atrás e incluso con gestiones anteriores, las cifras demuestran –una vez más– que las condiciones de desigualdad se profundizan y lo que antes servía para igualar –como la educación pública–, ahora no lo hace tanto.
Y una sociedad desigual, solo profundiza esa división con depresión y malhumor, que después decanta en actos de violencia que se plasman en las estadísticas. O muestra datos que pasan desapercibidos, como los 668 suicidios ocurridos en 2018, y que también informó el equipo de gobierno.
Pero la relativización de los factores, los análisis carentes de autocrítica y el reduccionismo constante de las consecuencias en la sociedad, promovió las transgresiones y miradas complacientes que conformaron a una casta de fanáticos. O el contexto cultural que presenta un halo de permisividad, confusión y las debilidades propias de un Estado pesado y grotesco que se alimenta cada vez más de los suyos e inexorablemente lleva a otros fenómenos de desintegración.
Pero también lo había definido Layera: “Hemos caído en una anomia social en la que no se cumplen las leyes y nadie quiere hacerlas cumplir estrictamente. El choque de culturas se agrava. Un día los marginados van a ser mayoría. ¿Cómo los vamos a contener? Los ricos vivirán en sus propios barrios, con su propia seguridad, y las pandillas tomarán la ciudad y cobrarán peaje para todo”. Sin embargo, ya llegamos a eso porque las políticas sociales no dieron resultados. O como bien lo definió el expresidente José Mujica: “asistir no equivale a convencer”. Y aunque a algunos les moleste, es también la consecuencia de la existencia de los barrios privados.
Pero no convencieron porque hay un núcleo de votos cautivos que sirven para ganar elecciones y sobre las cuales pesar el mayor de los discursos políticos que es la victimización y la necesidad de enfrentarlos con el resto de la sociedad, bajo el convencimiento de que los demás aportaron a su desigualdad. Es raro que aún no se hayan dado cuenta de cuánto dividieron a la población.