Empate en Maracaná

Cuando el equipo que representaba a Uruguay salió a la cancha el 16 de julio de 1950, se abrían ante él varios futuros posibles. Uno, el lógico e irreprochable de la esperada derrota frente a los brasileños. Otro, lograr la hazaña de empatarle al local, frente a los doscientos mil hinchas que llenaban Maracaná y contra todo pronóstico de propios y ajenos.
No perder hubiera sido más que honroso, y aunque con ese resultado Brasil se coronaba campeón, a Uruguay le hubiera quedado el consuelo de mantener su invicto en los Mundiales y la pícara satisfacción de haberle amargado un poco el festejo a su gigantesco vecino.
El tercer futuro posible, fuera de toda lógica y previsión, era alzarse con la victoria, llevarse el título y recibir la Copa de manos de un aturdido Jules Rimet, que nunca entendió cómo y por qué el mundo se había puesto de cabeza en solo once minutos.
La irrupción de ese futuro improbable convertido entonces en realidad y hoy en historia fue tan inesperada y representó tal inyección de orgullo y satisfacción, que “el Maracanazo” se convirtió en uno de los mitos fundacionales de nuestra nacionalidad. A falta de victorias épicas contra enemigos foráneos, nos queda la gloria de esa tarde, con su mística de David contra Goliat, de sobreponerse a circunstancias adversas, y de ganar contra toda lógica y todo pronóstico.
El Maracanazo estuvo muy presente en la recién finalizada campaña por la presidencia de la República. Fue elegido como símbolo para una victoria que parecía imposible y en la cual nadie creía tras el revolcón de octubre. Daniel Martínez y los frentistas “de a pié” –más que la dirigencia– lo usaron para fogonear una campaña admirable por su tesón, no dando voto por perdido.
Tuvieron su premio en una votación inesperadamente pareja, cuando en lo previo se descontaba una amplia diferencia a favor del hoy presidente electo. En términos políticos, semejante remontada fue una hazaña digna de ser celebrada.
Pero en la euforia de ese resultado se actuó como si el partido no hubiera terminado. Daniel Martínez olvidó su formación profesional –un ingeniero sabe de números– y optó por ignorar lo obvio de las cifras, que ya en la noche del domingo 24 indicaban que para ganar debía obtener el 90 por ciento de los votos observados.
Se obstinó en desconocer la realidad y se negó a conceder el triunfo de su adversario, rompiendo con una tradición democrática cuyo valor excede lo simbólico. Daniel Martínez tiene el mérito de la resiliencia, pero una cosa es no entregarse y otra es ser tozudo.
Gracias a su tesón, logró empatar en Maracaná. Pero en ese partido sólo servía ganar.