Keynes y las dos pelucas

La pandemia que transformó al coronavirus COVID-19 en el protagonista de la agenda mundial desde hace algunos meses, ha tenido un destacado actor de reparto cuyas ideas económicas vuelven a tomar fuerza entre los países de los cinco continentes. Obviamente nos estamos refiriendo al economista británico John Maynard Keynes (1883 – 1946), un autor de indudable importancia en la literatura académica y en la práctica política de parte del siglo XX, especialmente durante el período de tiempo comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial y hasta la década de los años 70. Tal como lo han señalado los investigadores Sarwat Jahan, Ahmed Saber Mahmud y Chris Papageorgiou “Durante la Gran Depresión de los años treinta, la teoría económica del momento no pudo explicar las causas del grave derrumbe económico mundial ni tampoco brindar una solución adecuada de políticas públicas para reactivar la producción y el empleo. El economista británico John Maynard Keynes encabezó una revolución del pensamiento económico que descalificó la idea entonces vigente de que el libre mercado automáticamente generaría pleno empleo, es decir, que toda persona que buscara trabajo lo obtendría en tanto y en cuanto los trabajadores flexibilizaran sus demandas salariales (recuadro). El principal postulado de la teoría de Keynes es que la demanda agregada —la sumatoria del gasto de los hogares, las empresas y el gobierno— es el motor más importante de una economía. Keynes sostenía asimismo que el libre mercado carece de mecanismos de auto-equilibrio que lleven al pleno empleo. Los economistas keynesianos justifican la intervención del Estado mediante políticas públicas orientadas a lograr el pleno empleo y la estabilidad de precios”. Sin dudas no se trata de una tarea fácil y ello fue señalado por el propio Keynes, para quien “El problema político de la humanidad es combinar la eficacia económica, la justicia social y la libertad individual”.
En estos últimos meses las primeras figuras políticas de diversos países (España, Francia, Alemania, entre otros) dieron oportunamente una señal clara sobre la necesidad de aumentar el gasto público a causa del COVID-19, medida que fue facilitada por la decisión de organismos financieros internacionales (Banco Mundial, Banco Central Europeo, Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera) de poner a disposición de los diferentes gobiernos los fondos necesarios para afrontar los riesgos sanitarios y económicos que suponía dicha enfermedad. El propio presidente Luis Lacalle Pou, durante una conferencia de prensa expresó “no somos ortodoxos. Recuerdo acá que la ministra de Economía (refiriéndose a Arbeleche) cita a uno de sus autores preferidos que es Keynes; a muchos les llama la atención pero yo lo aprendí a valorar, un poco escuchando a Azucena. El mundo ha demostrado que ser ortodoxos no es buena cosa. Sin perder los principios, sin perder la libertad como faro principal, vamos a usar todas las herramientas para prender la llave del país de vuelta”. La inclinación de la ministra Arbeleche por el pensamiento keynesiano había sido manifestado poco tiempo atrás en un programa de una radio montevideana, a la cual declaró que “lo que resume un poco mi sentir y donde me ubico es en lo que dice Keynes”.
Más allá de la necesidad de destinar recursos públicos a la crisis sanitaria que sufre nuestro país, los uruguayos –y especialmente los gobernantes– deben pensar que los mismos deben ser manejados con la máxima eficiencia, alcanzando los objetivos para los cuales fueron asignados y sobre todo llegando a quienes son sus reales y legítimos destinatarios. En el marco de esa utilización de tales recursos, resulta importante asimismo, controlar y adecuar el gasto público en las diversas organizaciones públicas, sean o no de naturaleza estatal.
En Uruguay la Ley 19.874 de 08/04/20 creó el denominado Impuesto Emergencia Sanitaria COVID-19 que grava las remuneraciones y prestaciones nominales cuyos importes mensuales superen $120.000 derivadas de servicios personales prestados al Estado, Gobiernos Departamentales, Entes Autónomos y Servicios Descentralizados, personas de derecho público no estatal y entidades de propiedad estatal en las que el Estado o cualquier entidad pública posea participación mayoritaria; exceptuándose al personal de la salud que participa directa o indirectamente en el proceso asistencial. Si bien el ministerio de Economía proyectó que la recaudación por este impuesto era, en sus dos meses de duración, de 12 millones de dólares, la ministra Azucena Arbeleche anunció que en realidad fue de unos 8 millones. A pesar de ello, y tal como lo consigna el diario “La República” de Montevideo, “el gobierno decidió no extender el impuesto COVID-19 a los sueldos públicos más altos pese a que por ley lo habilitaba unos dos meses más, a voluntad del Poder Ejecutivo”. Es claro que la señal que el Poder Ejecutivo envía con esta decisión al resto de la sociedad no es buena por al menos dos razones principales: a) en primer lugar se renuncia a una fuente importante de financiamiento del fondo COVID-19 cuando esta enfermedad está muy lejos de desaparecer y son las autoridades nacionales las que llaman a “no bajar la guardia” en su combate y b) se deja sin efecto una experiencia que deja en claro que existen sueldos muy abultados en la administración pública y que ninguno de los jerarcas comprendidos en el impuesto mencionado dejaron de vivir por haber reducido sus ingresos. En efecto, los sueldos públicos constituyen en muchos casos importantes sumas de dinero y por eso mismo deben ser ajustados a la realidad, de la misma forma que debería ser ajustado el número de legisladores (implementándose de una vez por todas el sistema unicameral), incluyendo contratos de obra o de arrendamiento de servicios o tantos cargos creados simplemente como “premio consuelo” para un candidato a diputado o a intendente que no resultó electo. Al fin y al cabo, no se puede olvidar que como lo establece el artículo 59 de la Constitución Nacional, “el funcionario existe para la función y no la función para el funcionario”.
En esta madeja de vínculos laborales entre el Estado y varios miles de ciudadanos, no se pueden dejar de mencionar las sociedades anónimas de propiedad o control estatal las cuales constituyen una verdadera “caja de Pandora” especialmente en empresas públicas como Antel, Ancap, BROU y UTE entre otras. La falta de transparencia con la cual actúan estas sociedades anónimas alientan y cobijan manejos poco claros de los fondos públicos y remuneraciones que bajo distintas formas jurídicas deben ser revisadas y en su caso ajustadas a la baja.
En resumen: si bien Keynes ha vuelto con la fuerza de una verdad revelada y sus teorías son señaladas con frecuencia como una de las formas de enfrentar la crisis económica y social causada por el COVID-19, no debe minimizarse que el gasto público en general y los niveles salariales en diversos ámbitos públicos (estatales o no) pueden y deben ser revisados. No se trata de gastar por gastar el dinero que todos aportamos a través del pago de impuestos. Salir de la crisis sanitaria no puede significar enterrarse en la crisis económica; todo es cuestión de medida porque como se dice habitualmente: “ni tan calvo, ni con dos pelucas”.