Siempre mejor gestión, con o sin reforma del Estado

Subsisten en nuestro país desde hace décadas problemas crónicos y de carácter estructural, que se acentúan en períodos de crisis económica, y que incluso se potencian o quedan al desnudo en toda su magnitud en períodos excepcionales como el que estamos atravesando por la pandemia.
Ergo, toda respuesta que se intente, por mejor intención o visión que se tenga desde los respectivos ámbitos, de acuerdo a las competencias institucionales, quedará muy limitada en su capacidad, porque como suele ocurrir, hay urgencias que no se pueden atender por falta de recursos debido a que en su momento no se hizo lo importante: las reformas estructurales pendientes desde hace décadas.
No puede extrañar que cíclicamente el Uruguay, como la mayoría de los países de la región, deje expuestas sus vulnerabilidades cuando decae la actividad económica –como está ocurriendo desde hace más de un lustro– y se generen fuertes desfasajes en períodos de crisis, porque el Estado, con sus costos rígidos sigue demandando más y más recursos desde los sectores productivos, a través de impuestos, cargas sociales, altos costos de energía y servicios, así como limitaciones logísticas por falta de inversión y de condiciones operativas.
Y precisamente en este contexto uno de los grandes temas pendientes para quedar en mejores condiciones cuando se presenten las bajas cíclicas es la reforma del Estado, de incidencia decisiva en el denominado costo país, sin que las sucesivas administraciones de gobierno hayan abordado esta problemática en el marco de un proyecto integral y contundente en sus objetivos, simplemente porque no se ha querido pagar el costo político de hacer lo que se tiene que hacer frente a los lobbies de gremios de funcionarios públicos, instituciones y grupos de poder que viven “prendidos” históricamente del Estado.
Así, al cabo de quince años de gobierno del Frente Amplio, en que contó con mayorías parlamentarias propias, no se puso en marcha la que fuera anunciada en su momento como la “madre de todas las reformas” del Estado durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez, y nada hace pensar que por mejores intenciones que se tenga, en el gobierno de Luis Lacalle Pou –jaqueado desde un primer momento por la pandemia y las urgencias de la hora– pueda abordarse este tema, cuando además los grupos de presión siguen moviéndose a sus anchas y escudándose en el statu quo para seguir con más de lo mismo en la diversidad de las áreas del estado.
Como es sabido, en la primera administración de gobierno de la coalición de izquierdas aquella supuesta reforma se fue diluyendo hasta quedar en la nada, solo en los anuncios, porque al decir del expresidente José Mujica, “no se la llevaron” los mayores aliados del Frente Amplio en el gobierno, los sindicatos y grupos radicales basados en ideologías de izquierda sesentistas que –lejos de avanzar en la misma dirección que por lo menos insinuó Vázquez– siempre han querido llevar a un Estado omnipresente y a un modelo de partido único, como el Partido Comunista, en el que el Estado concentra todo el poder y rige vida y obra de los ciudadanos, incluyendo las libertades más elementales.
También le “trancaron” a Vázquez en su segundo gobierno, que terminó el 29 de febrero, una reforma “del ADN” de la educación y, lejos de ello, aquellos dirigentes y formadores elegidos para llevar adelante este proceso, debieron renunciar a las primeras de cambio porque –también revalidando el statuo quo regido por los gremios de la educación– no permitieron ningún cambio que valiera la pena, en el entendido de que en todo caso podrían ser evaluados y por lo tanto condicionarse la afectación de recursos a los resultados que se obtuvieran.
Las urgencias son malas consejeras para poder llevar adelante lo importante, y mucho más aún cuando en circunstancias como las actuales, los esfuerzos se concentran en paliar los efectos de la pandemia antes que estar en condiciones de trazar un rumbo más o menos cierto cuando la incertidumbre ha ganado al mundo, y por lo tanto queda una vez más reafirmado, por si hacía falta, que en el período de bonanza que comenzó a revertirse a partir de 2014 se perdió una oportunidad inmejorable para una reforma del Estado, fundamental para que el Uruguay pueda generar un crecimiento con desarrollo sustentable, más allá de los avatares de los ciclos económicos.
Esta premisa es válida para todo gobierno, del signo que sea, sobre todo porque implica reducir el peso del Estado sobre los actores reales de la economía, atacar su ineficiencia e incorporar decisiones para que la actividad privada impulse el motor de la economía mediante inversiones imprescindibles para reciclar recursos dentro de fronteras.
Un Estado ineficiente y costoso conlleva necesariamente tener que recaudar más para poder mantenerlo, lo que no se ha podido o querido hacer en estos últimos quince años y se ha llevado el déficit fiscal a más del 5 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI), sin recursos y espalda financiera para sobrellevar las consecuencias de la pandemia.
Sin un consenso político para implementar una reforma significativa del Estado –los gremios y la burocracia estatal siempre van a estar en contra– y en una coyuntura adversa para innovar ante las urgencias, el margen de maniobra real de todo gobierno es muy limitado, como lo es precisamente el del que encabeza Luis Lacalle Pou.
Pero sí hay medidas que pueden y deben implementar: acotar el gasto estatal a lo realmente necesario y dejar por el camino los abusos en erogaciones superfluas que se cargan sobre las espaldas de todos los ciudadanos y además mejorar la gestión de los organismos del Estado desde arriba hacia abajo, desde las máximas jerarquías con responsabilidades políticas pasando por mandos medios y toda la escala de funcionarios.
En esta escala, sobre todo desde arriba, la constante de todos los gobiernos ha sido el colocar en puestos clave a personas de confianza política, priorizando este aspecto sobre la gestión, y en este caso el actual gobierno no ha sido una excepción, porque además el anterior se ocupó de asegurarse de que quedaran en mandos medios y otras jerarquías personas de su confianza y afinidad ideológica.
Esta forma de actuar de los que estuvieron y de los que están no es un buen marco para mejorar la gestión. La diferencia deberá surgir de las exigencias que se planteen al respecto desde la propia Presidencia de la República, de sus directos colaboradores y así sucesivamente. Algo para empezar, si se hace bien, como aparentemente se ha tratado de hacer hasta ahora, pero que lamentablemente aparece como insuficiente ante la magnitud de las reformas que deberíamos darnos los uruguayos en nuestro Estado altamente demandante de recursos pero muy poco propenso a devolverlos en servicios y acciones en beneficio de la población.