Violencia hacia los menores, “otra” pandemia

En las estadísticas de violencia hacia niños y adolescentes siempre hay un subregistro. Es un camino sinuoso, con un recodo de difícil llegada a cada situación en particular, cuya inaccesibilidad la pandemia se encargó de profundizar.
Lo cierto es que este flagelo creció 3 por ciento en 2020 y las intervenciones sumaron 4.911 casos, de acuerdo al Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav) del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU). Son trece por día y el maltrato emocional encabeza la lista, con el 34 por ciento del total.
Más de la mitad (55 por ciento) son menores de 13 años y el 17 por ciento, tiene menos de cinco. La mayoría de las situaciones (91 por ciento) ocurren en el ámbito familiar y la figura masculina es responsable del 53 por ciento de las agresiones. En el 75 por ciento de los casos, la violencia es recurrente.
Y dentro de esa “recurrencia” el informe del Sipiav menciona el abuso sexual, la explotación y el maltrato físico. Es preocupante que la reiteración se presente en el ámbito intrafamiliar, en tanto genera en los afectados los temores que impiden acabar con los hechos de violencia, hasta que encuentran en quien confiar para relatar lo que les ocurre.
Resulta casi imposible no asociar esa “recurrencia” a la falta de un oído protector que escuche y, sobre todo, crea en el relato de niños y adolescentes que cuentan experiencias que llevan sobre sus cuerpos desde hace tiempo.
De ahí la complejidad de la violencia: la mirada hacia el costado de quienes pueden advertir a un niño o adolescente callado, distraído y con bajas calificaciones. Pero argumentan otras cuestiones y les cuesta asociarlo a la violencia. Porque la violencia ya está naturalizada y tiene tantas justificaciones como nos propongamos enumerar.
Y en ese “mientras tanto” fatídico, pasan los años y los hechos se vuelven crónicos. Pero ninguna situación se termina si, una vez detectada, su abordaje no se prolonga en el tiempo. Es posible que la falta de recursos humanos abocados a esta tarea desde el ámbito institucional sea el argumento más utilizado. Sin embargo, existe una responsabilidad social y colectiva que, si no actúa, hace que el daño se prolongue tanto como el hecho de violencia en sí. Porque así como existe en la actualidad una sociedad comprometida a la denuncia de aglomeraciones de personas y de música alta en horas de la noche enmarcado en una pandemia sanitaria que persiste, también deberían utilizarse los mismos recursos cuando conocen la situación por la que atraviesa un niño o adolescente bajo maltrato físico o emocional.
Desde hace generaciones que la violencia intrafamiliar es el “otro” flagelo. El punto en cuestión es que no existía, como ahora, una institucionalidad abocada al registro y tratamiento de los casos denunciados. Porque tampoco había denuncia de casos y las comunidades siempre callaron.
Y como los números no mienten, es que ese registro nos demuestra en forma constante que existe una generación que resulta agraviada, tanto por su vulnerabilidad, como por su dependencia. Es que el hogar debería ser una fuente de sustento y sostén afectivo para todos. Pero para algunos es un lugar del cual escapar.
No es posible poner en la agenda pública, tanto política como mediática, un tema tan sensible sin el compromiso de varias partes que conforman esta mesa. Porque este pequeño país, al sur del sur, de apenas tres millones y medio de habitantes, ha vendido la imagen de que nunca pasa nada grave y lo que ocurra puede resolverse a nivel político o social.
No obstante, desde siempre convivimos con la explotación sexual con fines comerciales y Uruguay es una ruta relevante para la trata internacional. Mientras todo eso ocurre, el imaginario colectivo cree que por estos tranquilos lares, prácticamente no pasan “grandes” cosas. Porque las “grandes” cosas, siempre se asocian a catástrofes climáticas o económicas.
Por eso, el flagelo silencioso crece y se multiplica. Y para que esto ocurra, basta que las personas estén preocupadas en otras cosas. Mientras contabilizamos casos positivos de COVID-19 y lamentables fallecimientos, por el otro costado nos pasan hechos escondidos detrás de un fino velo que solo hace falta descorrer. Porque en algún momento se vio y se calló.
Y porque si los agresores andan impunes, será “también” una responsabilidad colectiva además de judicial. No obstante, deberá reconocerse que la sociedad está dividida al momento de definir los aspectos inherentes a la violencia intrafamiliar o de abuso sexual. La tarea del sinceramiento colectivo no será fácil, pero solo alcanza con pensar en la cantidad de adolescentes y mujeres desaparecidas sin dejar rastro durante el 2020 (siete) y tres en lo que va de 2021. Son casos de sospecha de trata que crece con el paso de los años.
En Uruguay se calculaba que las edades de las víctimas de estas redes era en torno a 15 y 17 años. Sin embargo se observa un descenso en las edades, con situaciones de 11 años ya registrados en el país.
En todos los casos, provienen de entornos de alta vulnerabilidad social y económica. Es, incluso, un fenómeno que no ocurre solo en las ciudades capitales, sino que también se afinca en las pequeñas localidades. Pero sin recursos ni una política social orientada a terminar con la impunidad, es nulo el impacto sobre la vida de estas personas. Y tampoco habrá resultados sin un seguimiento a largo plazo, en tanto las afectaciones sicológicas perdurarán en el tiempo.
Por eso siempre debemos recordar que es un asuntos de “nosotros”, antes que de “otros”.26