Aprobaciones presidenciales y sus escenarios inciertos

Las aprobaciones a las gestiones presidenciales, al menos en Uruguay, responden a la foto de un momento específico. Luis Lacalle Pou atraviesa por el mínimo desde el inicio de su gestión y se ubicó en el 46 por ciento.
Cerca de cumplir un año y medio de su llegada al gobierno, el mandatario pasó de 55 por ciento a la medición actual. Las variaciones indican que el 19 por ciento de los consultados opina que su gestión es “muy buena”, el 27 por ciento define que es “buena”, la misma cifra “ni buena ni mala”, el 16 por ciento que es “mala” y para el 10 por ciento es “muy mala”.
En este caso particular, la gestión de la pandemia es el principal atributo positivo y la desaprobación está centrada en las decisiones socioeconómicas adoptadas por el equipo de gobierno. En este último aspecto negativo, las razones se basan en los salarios, empleo y tarifas públicas que también desencantaron al electorado multicolor, que pasó del 85 por ciento de respuesta positiva al 78 por ciento.
En tiempos de pandemia, no es difícil suponer que los mandatarios de la región atraviesan por el mismo escenario, a pesar de las diferencias ideológicas. En cualquier caso, es conveniente analizar la situación de otros mandatarios uruguayos con panoramas favorables en los aspectos económicos, social y sanitario a medida que transcurrían sus administraciones.
A comienzos de 2019 y cuando faltaba justo un año para dejar su cargo, Tabaré Vázquez transitaba ese año con una aprobación del 28 por ciento y la desaprobación de casi la mitad del electorado. Sin contar que en diciembre de 2018, una medición anterior ubicaba las simpatías del exlíder de la izquierda en 24 por ciento. Es decir, que por ese entonces, no lograba superar el 30 por ciento que había medido durante el año 2017.
La desaprobación bajaba al 47 por ciento, luego de ubicarse en 51 por ciento en diciembre de 2018. Y todo esto, sin olvidar que Vázquez había comenzado con una aprobación del 50 por ciento al iniciar su segundo mandato en 2015. Una cifra bastante alejada de aquel 80 por ciento que arrojaban las encuestas privadas al entregar su primer mandato en 2010.
Incluso otros candidatos que iban por la presidencia, como el entonces intendente de Montevideo Daniel Martínez, dejaba el gobierno departamental para dedicarse de lleno a la campaña electoral en 2019, con la aprobación del 46 por ciento.
Cuando el expresidente José Mujica cumplía cien días de su gobierno en 2010, tenía 74 por ciento de aprobación. Sin embargo, a mediados de 2011, la aprobación a su desempeño bajó al 30 por ciento. En los años siguientes, y con porcentajes variables, cerraba su gestión con el 63 por ciento a su favor.
Los cuestionamientos a los presidentes siempre atravesaron por la situación de la economía nacional, el crecimiento del país, el Producto Bruto Interno y el desempleo atado a la pobreza. Las diferentes oposiciones criticaban el exceso del gasto público, así como la actual rechaza lo que define como “recortes”.
Y mientras la ciudadanía continúa su reclamo por una real reforma del Estado, en las gestiones anteriores resaltaban el fracaso de hincarle el diente a un aspecto no resuelto. Era negativa, además, la opinión sobre la gestión de la seguridad ciudadana y así como hoy la oposición critica la alta movilidad de los ministros –cuatro cesados en sus cargos–, antes era cuestionada la inamovilidad de algunos a pesar de los escasos resultados.
Es, a estas alturas, anecdótico el reclamo por la renuncia del entonces ministro Eduardo Bonomi que atravesó dos gestiones completas y cumplió diez años al frente del Ministerio del Interior. Porque cuando más reclamaban su remoción, Vázquez más lo confirmaba.
En la actualidad, se puede apreciar que cuando la visión es negativa o está en entredicho una gestión ministerial a raíz de denuncias públicas, como ocurrió en los casos de Carlos Uriarte, Pablo Bartol o recientemente Germán Cardoso, los ministros son removidos sin mayores dilaciones. Incluso con la rapidez que tiene un anuncio por Twitter, tal como pasó con el exministro de Ganadería Agricultura y Pesca.
Las reformas impositivas –siempre antipáticas– fueron consideradas negativas en el primer gobierno progresista, tales como la implementación del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF), que redujeron ingresos de trabajadores y pasivos. En este caso particular, el 65 por ciento de los consultados, manifestaba su inconformidad y opinaba que era un error de aquel gobierno, aunque la carga negativa fue en su totalidad orientada hacia el entonces ministro de Economía, Danilo Astori, quien posteriormente sería compañero de fórmula de Mujica.
Porque Vázquez tenía una fortaleza, y era la de cuidarse en las apariciones públicas y no hablar diariamente de todos los temas frente a los medios de comunicación.
Es importante destacar que durante el transcurso del segundo gobierno progresista, en América Latina tres mujeres gobernaban cerca de Uruguay. Michelle Bachelet, en Chile, tenía 36 por ciento de aprobación. Cristina Fernández, en Argentina, contaba con el 40 por ciento y la peor evaluada era Dilma Rousseff, en Brasil, con el 10 por ciento de aprobación de su gestión. Las tres, en diferentes dimensiones, eran golpeadas por denuncias de corrupción.
Hoy no es muy difícil ponerse a pensar que la contingencia sanitaria cambió la dimensión de la política, las necesidades de las personas y los planes de los gobiernos. Tampoco los plazos en la ejecución de las medidas y los consiguientes reclamos en una oposición que mantiene una labor muy intensa en los lugares donde adquiere mayor visibilidad y puede ejercer una mejor presión. Es decir, en los ámbitos parlamentarios.
No es habitual que las aprobaciones presidenciales se mantengan sin variaciones. Y mucho menos en tiempos de pandemia, donde ni los líderes mejores afianzados en las economías europeas, se mantienen atornillados en los primeros lugares de simpatía en la población. Porque en estos escenarios inciertos, nadie sabe dónde queda el piso.