Alcohol y siniestralidad, una combinación siempre negativa

Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Uruguay es “referencia en la región” por la normativa que determina cero tolerancia de alcohol en sangre para conducir en el tránsito. Junto a la Fundación Gonzalo Rodríguez, relevaron distintas publicaciones nacionales e internacionales, donde se determina el impacto del alcohol en la siniestralidad. En todos los casos, comprueban que las habilidades necesarias para manejar se alteran con valores diferentes a cero.
Establece que los conductores bajo los efectos de esta sustancia, son más impulsivos y arriesgados y disminuyen su capacidad de juicio, vigilancia, control o cálculo. Cuando en Uruguay se instrumentó dicha normativa durante el gobierno de Tabaré Vázquez, la polémica subió de tono y bajó a la opinión pública. Entre ellos, el entonces legislador Luis Lacalle Pou aseguraba que la mayoría de los países permitían el manejo con algún nivel de alcohol en sangre y citaba los casos de España, Francia y Alemania que varían entre 0,5 y 0,8.
Durante la campaña anunció su disposición de elevar la tolerancia a 0,3 gramos de alcohol por litro de sangre. Sin embargo, en febrero del año pasado aseveró que no iba “a avanzar en temas de los cuales no hay un ambiente previo, entre otras cosas porque necesita una modificación legislativa”. En el medio, el mandatario recibió diversas propuestas, como la presentada por el exministro de Ganadería, Carlos Uriarte, quien pidió la reconsideración de la iniciativa de Lacalle. O el senador Sergio Botana y su proyecto de ley que permitiría conducir con hasta 0,3 gramos y con hasta 0,5 un chofer, que podrá evitar que le quiten la libreta, previo pago de una multa. Las opiniones fueron diversas desde la oposición e incluso el Sindicato Médico del Uruguay, rechazó modificar la ley porque eso significaría “ceder a las presiones corporativas que se pagan con vidas y secuelas graves”. Es así que la Ley N° 19.360 está vigente desde diciembre de 2015.
Hasta el año pasado, los datos inéditos de la Unidad Nacional de Seguridad Vial (Unasev) –no se divulgaban desde el gobierno anterior con la vigencia de la ley porque las anteriores autoridades entendían que “no tenía sentido”– señalan que los registros se mantiene estables.
La proporción de conductores con niveles de alcoholemia positiva se mantuvo con mayores oscilaciones al alza que a la baja. No obstante, existe un subregistro porque la evolución de la siniestralidad en los conductores con alcohol en sangre refiere a los tests efectivamente re alizados. Tampoco el consumo de alcohol varió en la población y, en ese sentido, echa por tierra el argumento de una crisis en las ventas a raíz de la aprobación de la ley. En Uruguay, el consumo de alcohol empieza antes de los 13 años y no hay otra sustancia más consumida y con menor percepción sobre sus riesgos que el alcohol. Es decir, como siempre.
Si bien no ha sido posible cuantificar el efecto de la pandemia sanitaria sobre la siniestralidad en el tránsito y las consecuencias de los conductores que manejaron con niveles positivos en Uruguay, es posible su comparación con otros Estados que mantienen normas más restrictivas.
De hecho, se han divulgado menores tasas de mortalidad y fallecimientos, como resultado de las políticas públicas y las legislaciones.
En cuanto al fenómeno social, el país supera la prevalencia en las Américas, con el consumo de al menos cinco unidades estándar de bebida, una vez al mes. La última referencia, que se remonta al año 2016, aseguraba el registro del 39,7% entre los hombres y el 10,5% en las mujeres. Según la OMS, el 9,6% de los varones y el 3,4% de las mujeres, presentan algún tipo de trastorno por el consumo de alcohol.
Es así que la ley tampoco provocó un cambio significativo en los patrones de consumo, sino en las pautas de comportamiento al momento de conducir, e hizo descender la siniestralidad fatal. Porque, además, hay otras cuestiones visibles como el crecimiento del parque automotor, en un país cuyo índice poblacional permanece estancado. Incluso bajó la cantidad de siniestros y muertes en los motociclistas.
En cualquier caso, por estos días adquirió visibilidad y seguimiento, el accidente protagonizado por el presidente del Pit Cnt, Marcelo Abdala, quien chocó con 1,53 alcohol en sangre a vehículos estacionados en Punta Carretas. Resultó condenado como autor penalmente responsable de la conducción en “grave estado de embriaguez” de acuerdo al numeral 3 del Código Penal, con “15 días de prestación de trabajo comunitario o prisión equivalente en caso de incumplimiento”. En las últimas horas se supo que solicitó ausentarse del país por 7 días para realizar un viaje ya planificado.
Bastante menos visibilidad, por el hecho de ser un desconocido, tuvo el siniestro fatal provocado por un conductor reincidente, al impactar con un motociclista de 27 años, que falleció en la zona de Canelón Chico. Y esta situación, reiterada, deja el sabor amargo de una serie de preguntas que difícilmente puedan responderse.
Porque un conductor alcoholizado y reincidente debe tener prohibido volver a manejar un vehículo por el resto de su existencia, con el necesario retiro de la documentación. Su caso está a disposición de la justicia canaria, pero es un ejemplo de lo que debe prevenirse antes de una muerte en el tránsito.
Las intervenciones se vuelven necesarias, como por ejemplo, las derivaciones obligatorias a organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la recuperación de su problema de alcoholismo.
Las actividades, en general, han retornado a su normalidad a pesar del transcurso de la pandemia y con ello el incremento del tránsito de personas y vehículos. En forma paralela se observa un aumento en la siniestralidad y la repetición de conductas que se creían controladas.
Esto vuelve a significar que, a pesar de haber tenido un tiempo para reflexionar, el ser humano, al volver a la “normalidad”, vuelve con la misma carga de defectos conque había puesto pausa a sus actividades cotidianas.
Hay cuestiones que en las sociedades modernas no tendrían que discutirse ni permitirse que atraviesen por discursos moralistas. Estamos en el siglo XXI y la evidencia es clara.