Un antecedente complejo de esta “catástrofe educativa”

El último informe del Banco Mundial y Unicef alertó sobre la “catástrofe educativa” que provocó la COVID-19 y el rezago de al menos una década que sufrirá la región, con el consiguiente incremento de la desigualdad en el continente.
Hasta el papa Francisco había señalado esta “catástrofe” a fines del año 2020 y estimaba que unos diez millones de niños, a nivel global, se verían obligados a abandonar la escuela. Es la misma definición que utilizó el exintegrante del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed), Pablo Cayota, quien reconoció que la brecha educativa existía desde antes de la pandemia. Y fue más allá al asegurar que “a esto, el país lo va a pagar caro”.

Los académicos y expertos en la materia siempre hablaron en esos términos, tanto para referirse a las evaluaciones cognitivas y emocionales, así como sociales y de aprendizaje. Por eso, no resulta extraño que el futuro se vea con pesimismo.
Porque el panorama venía complicado desde antes de la emergencia sanitaria. A mediados de 2018, el Banco de Desarrollo de América Latina presentaba los datos correspondientes a Uruguay y aseguraba que el país tenía una “tasa mayor” de deserción estudiantil. Seis de cada diez abandonaba la educación media y consideraba que era “innecesaria” porque no hallaban un costo-beneficio en el estudio.

En medio de ese contexto, algunas autoridades educativas de entonces manifestaban con porfiadez que era un “discurso instalado”, o que se usaba a la educación como un “botín político”. Ocurre que con anterioridad al coronavirus, la enseñanza uruguaya atravesaba por problemas de extraedad, de aprendizajes –que se apreciaba en las pruebas PISA o Aristas– y los conflictos docentes.
La contingencia sanitaria vino a agravar un escenario complejo que ya era motivo de disputas políticas. Y aquellos que mantenían un discurso cuando estaban al frente de la gestión, hoy se vieron obligados por las circunstancias a cambiar de punto de vista.
Ahora el informe tiene otro título y se llama “Dos años después: salvando a una generación”. Allí, ambos organismos internacionales analizan la realidad actual y el futuro de esa generación que se estima tendrá una reducción potencial de sus ingresos en torno al 12 por ciento a lo largo de su vida. Tanto como ocurre en la actualidad, donde la población uruguaya con baja escolarización, tiene tendencia a autogestionarse como monotributista o vender servicios con bajas retribuciones personales.

Si bien la pandemia distorsionó a nivel global el mercado de trabajo, en el caso particular de Uruguay se registró un elevado porcentaje de seguros de desempleo. En los primeros meses de la pandemia –solo entre marzo y junio–, fueron enviados a cobrar ese beneficio más del 25% de los asalariados privados y en el mismo período se habrían perdido unos 80.000 trabajos informales que debieron recibir otro tipo de ayudas estatales y transferencias.
Pero tampoco se debe perder de vista lo que nos muestra el espejo retrovisor. Porque en 2019, cerca de medio millón de uruguayos cobraba menos de $20.000 mensuales por 40 horas de trabajo. En esta plataforma aterrizó la COVID-19 en Uruguay y agravó otras situaciones que ya eran complejas como la alimentación de los niños en edad escolar.
En América Latina y el Caribe se vivieron los cierres de instituciones educativas por períodos más largos y los estudiantes perdieron dos tercios de clases presenciales o 1,5 años de aprendizajes a nivel regional.

El informe enfatiza que “una gran mayoría de los alumnos de sexto grado tal vez no logre comprender lo que leen”. Por lo tanto, esa realidad “pone un signo de interrogación sobre el bienestar futuro de millones de niños que aún no desarrollaron competencias fundamentales críticas, algo que eleva el riesgo de profundizar aún más las desigualdades de larga data en la región”.
La última prueba PISA correspondiente al año 2019 revelaba las desigualdades en educación, cuyos resultados eran peores en los niños más humildes, donde descendía la comprensión lectora en los estudiantes del quintil más pobre. Tampoco resulta novedoso que la crisis sanitaria profundizó la brecha, sobre una base que venía debilitándose, tal como lo revelaban las evaluaciones.
Como muestra de aquella realidad, solo alcanza con recordar que el informe Aristas que evalúa el desempeño educativo sobre lectura y matemática de los estudiantes de tercero y sexto de escuela y tercero de educación media, mostraba una realidad tan negativa que no se publicó en octubre de 2019 porque coincidía con la recta final de la campaña electoral.
Hoy, tres años después de aquel contexto nacional y en esta realidad internacional poscovid, el documento señala que la crisis educativa ubica a esta región en el segundo peor lugar a nivel mundial. Encima de América Latina y el Caribe se encuentra la región de África Subsahariana, donde nueve de cada diez alumnos no pueden leer y atraviesan por tasas más elevadas de pobreza.

En aquel momento, unos relativizaban aquella información y otros alertaban. Todo lo que vino después, simplemente confirmó que la educación no debe usarse como un discurso desde las trincheras, porque las consecuencias las pagamos todos.
También hoy, a tres años de aquel escenario, la última reunión de ministros de educación del continente habla de la urgencia de priorizar la recuperación y la transformación de los sistemas educativos. Todos están convencidos de que “no se puede volver a lo mismo” y la prioridad debería centrarse en lectura, matemática y evaluación de habilidades de ambas áreas.
Pero tampoco se deben olvidar las necesidades sicosociales ni la salud mental, en tanto la pandemia profundizó la soledad y el aislamiento. Al menos para Uruguay, es el recordatorio de una pesada mochila que no puede legar a las futuras generaciones.