Tan avivados como valientes

¿Cuáles son los límites de la corrupción? Hacia arriba el techo queda alto. En el piso cuarto de la Torre Ejecutiva una persona ofrecía contactos de alto nivel y facilitaba a ciudadanos extranjeros la obtención de documentos uruguayos. No es una anécdota. Es un problema serio que va a tener consecuencias para el país y –eventualmente– para los uruguayos que, al salir al exterior, presenten sus documentos obtenidos legítimamente. Es, además, una mancha en la imagen de un país que siempre se ha preciado de ella. La confianza en el aparato estatal que certifica la identidad de los ciudadanos uruguayos ha sido golpeada y recuperarla va a costar años, seguramente.

Hoy en día podría entenderse y tal vez hasta justificarse haber sido víctima de un ataque de hackers que violenten un sistema informático y obtengan información que les permita operar sobre la base de datos de Identificación Civil, como se dio a entender había ocurrido cuando trascendió la noticia, un par de años atrás. Lo que ocurrió es más grave y preocupante, porque no fue fruto de una sofisticada ingeniería aplicada para el crimen; no, fueron contactos, amigos de amigos que tienen acceso a cosas y que tienen un precio que hay personas dispuestas a pagar. De allí en más el resto se hilvana fácilmente, porque en la otra punta de la madeja siempre hay interesados en hacerse de un pasaporte que abre (o abría) muchas puertas en el mundo.

Por eso, más que mirar los límites hacia arriba, debemos también mirar los límites hacia abajo y entender que muchas acciones mínimas que se dan a diario y que asumimos como naturales, son, en el fondo, el inicio de la cadena.
Y capaz que más de uno se sorprende, porque no hay índice de corrupción en el que Uruguay no se encuentre entre los más prolijos del mundo y, con ventaja, es el país con menos corrupción de América Latina.

De hecho el último informe de Transparency International, generado con datos de 2021 y dado a conocer a mediados de este año, destaca la posición de Uruguay.
“Este año las Américas tiene 22 países sin cambios estadísticamente significativos en su lucha contra la corrupción. En los últimos 10 años, solo Guyana (puntuación IPC: 39) y Paraguay (30) han logrado mejoras significativas. En el mismo período de tiempo, tres de las democracias más sólidas de la región, Estados Unidos (67), Chile (67) y Canadá (74), quienes lideran el ranking este año, muestran un deterioro y sólo Uruguay (73) se mantiene estable. Venezuela, Haití y Nicaragua, países no democráticos y que enfrentan crisis humanitarias, obtienen la peor puntuación con 14, 20 y 22 puntos cada uno”, expresa.

Sigue destacando el informe a nuestro país como un ejemplo de cómo las instituciones fuertes funcionan. “Con una puntuación de 73 Uruguay se consolida como uno de los países con mejor desempeño en la región. Es un ejemplo de cómo la estabilidad y solidez de las instituciones democráticas, la independencia del poder judicial y el goce de los derechos fundamentales son claves para que la corrupción no permee las instituciones públicas. Este contexto institucional también le ha permitido al país transitar la pandemia de forma eficaz, transparente y con apoyo ciudadano, a diferencia de la mayoría de los países de la región”.
Pero hay un detalle en todo esto que no se puede dejar de tener en cuenta y es que se trata de un índice de percepción pública de la corrupción, porque la corrupción, como tal, es imposible de medir.

De nuevo, ¿dónde empieza la corrupción, a partir de qué nivel los uruguayos la empezamos a ver mal? Porque hay prácticas muy sencillas y muy cotidianas, hasta inocentes en apariencia, que solemos definir como “viveza criolla”, que no asociamos de buenas a primeras con los actos de corrupción, a veces hasta las celebramos, pero que a la larga van perfilando una naturalización. Abundan los ejemplos. Pero desde hacerle los deberes al hijo o al nieto para que obtenga una mejor calificación, o tirarse al piso dentro del área simulando una falta, a ver si cobran penal, aunque sea en un partido entre amigos, en el campito.

Después hay ya un nivel un poco más elevado, de aprovechamiento de circunstancias para obtener un beneficio, como recurrir a un amigo que tiene la posibilidad de facilitarnos un trámite en un ente público o en una empresa para acortar tiempos de espera o que salga un poco más barato, o –un poco más arriba– tratar de convencer a un inspector para que haga caso omiso a una infracción para evitar una multa. Así se va construyendo una pirámide, que puede terminar siendo muy alta.
¿Eso no nos pasaba antes? Seguro que sí, porque lo de la “viveza criolla” viene de lejos, de muy lejos, basta fijarse que en Martín Fierro ya hay alusiones a este tipo de comportamientos, y no menos vieja es quizás otra frase bastante conocida: “hecha la ley, hecha la trampa”.

Tampoco es una problemática que afecte solamente a nuestra región rioplatense, porque esto de la “viveza criolla” está bien difundido y es de uso común en países como Paraguay, Perú, Chile o Venezuela.
No se puede recurrir en este caso a la comparación con países vecinos –aunque tal vez termine siendo un factor a considerar a la hora de entender la dificultad para tener una percepción ajustada– para sacar pecho de lo bien que estamos. Pero sí también podemos entender algunas cosas del ejemplo de los países vecinos, como el caso de Argentina, de la que el informe señala que fue el país de la región que más retrocedió y plantea un origen posible. “La injerencia del poder político en la justicia pone en jaque su independencia y consolida la sensación de impunidad en el país”. Y la sensación de impunidad se puede empezar a construir desde muy abajo.