Encuentre las diferencias

La institucionalidad no está en juego en Uruguay. En realidad, no se discute sobre la salud de la República, sino por la talla y el nivel de discusión de los asuntos relevantes que adquieren algunos referentes de la política del país. La investigación en torno al caso del excustodio presidencial, Alejandro Astesiano, ha dejado en falsa escuadra a quienes dudan de los valores democráticos. Porque, mientras la investigación está en curso, alarman a la opinión pública sobre lo ocurrido.

Aquí se observan las presiones provenientes desde la interna de la Fiscalía y de parte de referentes parlamentarios que alertan sobre una crisis institucional que no es tal. De hecho, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, tuvo que enfrentar que se lleven preso delante de sus narices a su custodia personal por integrar una red que falsificaba documentación para otorgar pasaportes. El problema es que se ha corrido el eje de la discusión para cualquier otro lado. La fiscal encargada del caso, Gabriela Fossati, ha dicho que recibe llamadas de los medios de comunicación y en medio de la investigación no puede pronunciarse. Los que denuncian la corrupción y se muestran asustados por los hechos que salen a la luz, también se enteran ahora que las coimas y la trama de corrupción ocurre desde administraciones anteriores en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Y las pruebas se encuentran en la Fiscalía.

En vez de dejar trabajar a quienes llevan adelante la ardua tarea de confrontar a los responsables, acaban por utilizar versiones de prensa que surgen desde los titulares para asegurar que el riesgo institucional está a la vuelta de la esquina. En realidad, se parecen a más a los nostálgicos de otros tiempos que no reparan en el daño que provoca la alarma pública.

Se han transformado en cuestionadores de la Justicia, que aún tiene una larga labor por hacer y las redes sociales –lejos de utilizarse con ponderación– son verdaderos canales de desinformación que transportan la catarsis que no lleva a otra cosa que la confrontación.
Porque tampoco es real la existencia de una mordaza en los medios de comunicación o en las formas de expresión popular. De hecho, en la ciudad de Libertad, una ciudadana nunca hubiera llegado al presidente de la República a increparlo por la reforma educativa al grito de “sinvergüenza”.

Y tampoco puede vincularse la falta de libertades con la imposibilidad de un grupo de periodistas de publicar expresiones contenidas en un chat, relativas al entorno familiar del presidente. En cualquier caso, es necesario recordar que quienes se transforman en adalides de la libertad de expresión, en 2016 emitieron un duro comunicado donde aseguraban el inicio de una “campaña” en la que “diferentes medios de comunicación” –junto a la oposición de entonces, hoy en el gobierno– tenían como fin último “debilitar la institucionalidad democrática del país”.
Aquellas declaraciones se enmarcaban en las repercusiones que tuvo una investigación periodística del diario El Observador sobre la veracidad del título de “licenciado” del exvicepresidente Raúl Sendic. Es decir, vuelve a repetirse el marco de utilización de esos términos.

En aquella instancia se cuestionaban a los medios de comunicación, a los periodistas y la labor del periodismo, con acusaciones tan graves como disparatadas. La institucionalidad democrática, por el contrario, se fortalece cuando se ejerce la libertad de pensamiento.
En todos los casos considerados hasta ahora, son mujeres y hombres públicos, cuyos comportamientos son observados a través de la opinión pública, y a todos los gobiernos les pasó o les pasará y entenderán que son gajes de un oficio que fortalece a la democracia.

La variedad de voces en una sociedad plural que coinciden o disienten desde el respeto y la tolerancia es la mejor forma de demostrar que no hay riesgos institucionales. Lo que algunos arriesgan en la privacidad y la dignidad de las personas cuando son sometidas al escarnio público, porque en ocasiones no se difunden los acontecimientos con el objetivo del interés colectivo, sino el mero cotilleo.

Es muy importante recordar que en el denominado “caso Astesiano” la única causal es la falsificación de documentos por parte de un funcionario que traicionó la confianza del presidente para cometer delitos. Y por eso está privado de la libertad. Todo lo demás es éxito mediático que capitalizan aquellos que relativizaron otros casos de corrupción y que hoy no tienen la hidalguía de reconocerlo.

No está lejos de la memoria la defensa a los acusados en la venta de Pluna, con un aval otorgado entre gallos y medianoche a “el caballero de la derecha”, que nadie conocía. O la “capitalización de Ancap”, que el 2 de enero cumplirá siete años, por un total de 800 millones de dólares por la gestión de alguien que sufrió un “bullying espantoso”.
O el legislador que votaba préstamos desde el Parlamento, mientras conformaba una cooperativa de trabajo que le prendía “una vela al socialismo” y fue procesado por un delito de conjunción de intereses. Se fue ovacionado cual mártir expuesto al aplauso, en una sesión más demagógica que democrática.

Algunas derivaciones quedan en la presente administración con anteriores jerarcas de organismos públicos y las situaciones detalladas previamente son solo algunos ejemplos.
Todos eran jerarcas de primera línea en el gobierno y no custodios. Pero no puede ser tan difícil establecer una diferencia. A menos que no se quiera diferenciar.