Escribe Ernesto Kreimerman: Frente a la tentación autoritaria, acotar la inmunidad parlamentaria

Una investigación del Centro de Estudios Económicos de la Universidad de Münich del año 2018, es decir, bastante reciente, concluía que los parlamentarios del Mercosur, Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay eran los que tenían mayor grado de protección contra la cárcel y los procesos judiciales (El Observador, 27 marzo 2018). La afirmación puede parecer algo exagerada.
En nuestra Constitución, su artículo 114 establece que “ningún senador o representante, desde el día de su elección hasta el de su cese, podrá ser acusado criminalmente, ni aún por delitos comunes que no sean los detallados en el artículo 93, sino ante su respectiva Cámara, la cual, por dos tercios de votos del total de sus componentes, resolverá si hay lugar a la formación de causa, y, en caso afirmativo, lo declarará suspendido en sus funciones y quedará a disposición del Tribunal competente”.

Los fueros que protegen a los legisladores, los ministros y al propio presidente de la República establecen inequívocamente que en ningún caso se podrá iniciar un juicio penal sin el desafuero o juicio político correspondiente. En el caso de los parlamentarios, la cámara respectiva deberá aprobar el desafuero con una mayoría especial de dos tercios de los votos que le suspenderá de sus funciones y con ello perderá sus fueros. En caso de que se trate de un ministro o del presidente de la República, deberá procesarse un juicio político para destituirlo. Pero el artículo 93 de la Constitución advierte que este procedimiento sólo se podrá iniciar ante una “violación de la Constitución u otros delitos graves”.
Asimismo, también a los legisladores se les debe iniciar un juicio político para destituirlos. Y esto no es una novedad en el ordenamiento legal nacional; estas disposiciones de inmunidad en el sistema político uruguayo vienen de larga data.

Se trata de más democracia

El fuero parlamentario llegó en su momento, para contribuir a la calidad institucional de la democracia, a asegurar la división de poderes. Irrumpe en el medievo, y fue concebida como una prerrogativa para proteger a los legisladores de los poderes abusivos de los monarcas, tanto desde el punto de vista policial como judicial. Para ello, se arbitraron ciertos recursos institucionales que garantizaran la labor de los representantes de la ciudadanía. Proceso y detención (salvo en caso de flagrante delito), básicamente, no para la persona sino para los miembros del cuerpo legislativo. Por ello, en términos generales, se establece que un miembro de una cámara legislativa no podrá ser (salvo en caso de flagrante delito) ni detenido ni procesado, sin autorización previa de la cámara a la que pertenece.

Pero hay aquí un elemento fundamental: el privilegio de la inmunidad no es un derecho personal, individual, son derechos del cuerpo parlamentario; es decir, son derechos que goza el parlamentario en su condición de miembro de la cámara legislativa en la que ejerce esa representación, y que solo tienen sentido en tanto es condición de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución. Son privilegios obstaculizadores del derecho fundamental, y por ello debería restringirse a una interpretación estricta, o más aún, restrictiva, y no como sucede de hecho hoy y aquí, por extensión.
En suma, la inmunidad para asegurar la integridad de las cámaras como un todo, y es el cuerpo parlamentario el que autoriza o no a detener o procesar a uno de sus integrantes.

La inmunidad vista como garantía de integridad del parlamento, de donde deriva la inmunidad del parlamentario, es una idea arraigada y hay poco debate al respecto. Suele manifestarse que, sin esta doble garantía, institucional del Parlamento e individual del parlamentario, el régimen parlamentario no podría existir. No dudo que ello fue así durante muchas décadas, pero tampoco dudo que ello hace buen tiempo ya no es así.

La tentación autoritaria

Pero el riesgo autoritario, en el siglo XXI, es muy otro. A cuenta de otras lecturas más detalladas, la arena política, el escenario en el cual se dirimen las diferencias políticas e ideológicas, han cambiado dramáticamente. No sólo cuenta para ello la invisibilización de los poderes fácticos, la opacidad del universo tecnológico, la difusa o nula soberanía de los hostings donde no llega el brazo justiciero del derecho nacional, donde está asegurada la extinción del acceso a la justicia violentando radicalmente un principio del estado de derecho.

Textualmente, la ONU dice que “sin acceso a la justicia, las personas no pueden hacer oír su voz, ejercer sus derechos, hacer frente a la discriminación o hacer que rindan cuentas los encargados de la adopción de decisiones. La Declaración de la Reunión de Alto Nivel sobre el Estado de Derecho hizo hincapié en el derecho a la igualdad de acceso a la justicia para todos, incluidos los miembros de grupos vulnerables, y reafirmó el compromiso de los Estados Miembros de adoptar todas las medidas necesarias para prestar servicios justos, transparentes, eficaces, no discriminatorios y responsables que promovieran el acceso a la justicia para todos, entre ellos la asistencia jurídica”.

Cuando una parte del universo parlamentario, al amparo de la inmunidad que les otorga la Constitución para no ser limitados en el libre ejercicio de su actividad parlamentaria, se han transformado ellos mismos en militantes de la intolerancia, el acecho intimidante incluso a través de la contratación de centenares o miles de bots (son programas informáticos que efectúan automáticamente tareas reiterativas mediante Internet a través de una cadena de comandos o funciones autónomas previas para asignar un rol establecido; y que posee capacidad de interacción), es que la herramienta se ha desnaturalizado, transformado en un privilegio inaceptable, que para beneficio de la calidad institucional de nuestra democracia se debe corregir, y a la brevedad.

Las redes sociales, desde hace mucho tiempo ya, se han transformado negativamente. A aquella aventura inicial de una comunicación sin fronteras y de bajo costo, ha servido para unas batallas basadas en las malas reglas, la mentira premeditada, la calumnia. Y lo más llamativo, no lo peor, es que destacadas figuras de la política nacional han entrado en ese juego de la mentira con real malicia, la campaña de desprestigio y la provocación. Desnaturalizando no sólo el espacio de las redes sociales, sino también la garantía constitucional de inmunidad transformada en impunidad vergonzante.

Porque hoy sabe a impunidad. Es la vieja y muy vigente idea de Thomas Jefferson, “derechos iguales para todos, privilegios especiales para ninguno”. Las redes sociales, en sentido amplio, no pueden ser un paraíso impune para parlamentarios abrazados a una tentación autoritaria a partir del beneficio de la impunidad. Hay que abrir el debate para acotar, redimensionar o eliminar la inmunidad parlamentaria, para así ganar en calidad democrática.