Es necesario ver el país con políticas de largo plazo cada vez que se hable de pobreza y desempleo. De lo contrario, faltará una mirada responsable que muestre el camino a seguir para mejorar esos guarismos, aún comprometidos. Sin perder de vista la evolución reciente, es importante recordar que en el año 2017, en Uruguay había aproximadamente unas 330.000 personas por debajo de la línea de pobreza. El escenario pospandemia confirmó esa tendencia y durante el año de pandemia, en 2020, llegó al 11,6%.
Es decir que desde hace aproximadamente una década que el país se mantiene en una meseta en torno al 10%. Si la mirada se alarga un poco más y se estima un plazo de 30 años, se observa que el 2,5% de la población menor de 5 años sostiene el doble que el resto. En el comparativo de la región, el país cuenta con los menores indicadores de pobreza y si bien es posible bajar los niveles, aún permanecerá un núcleo duro y estable de unas 300.000 personas. Esa población no varía, aunque cambien las administraciones porque contienen características propias que se repiten en las diferentes generaciones.
Son hogares conformados por un número significativamente mayor de personas y, en promedio hay entre cuatro y cinco menores de 18 años. Es la mitad de ese núcleo y, por lo tanto, no aporta. El nivel educativo es menor y los adultos han logrado una inserción laboral más precaria. En su mayoría, son mujeres jefas de hogar, con menores ingresos y, por lo tanto, las familias acumulan un déficit habitacional. Es tardía la formalización que no posibilita mejorar la capacidad de consumo y requiere un acompañamiento del Estado.
Uruguay destina, aproximadamente, medio punto del Producto Bruto Interno (PBI) a las denominadas transferencias monetarias no contributivas a familias con niños. El peso fiscal en la macroeconomía es del 0,5% del PBI o unos 300 millones de dólares al año. A nivel global, hay países desarrollados que destinan el 1,5% del PBI, es decir, tres veces más que Uruguay.
Esas transferencias, en muchos casos, están condicionadas a la asistencia al ámbito educativo de niños y adolescentes, enmarcadas en políticas de carácter permanente que atraviesan las administraciones. En líneas generales, los estados de bienestar desarrollan un acompañamiento de las familias con estas transferencias u otros servicios, como de cuidado infantil y son vistas como una obligación de inversión en capital humano. En Uruguay nacieron hace décadas como políticas sociales para incentivar otras conductas, como la continuidad en el sistema educativo o marcar la importancia de los controles sanitarios.
Sin embargo, el salto educativo ha quedado corto. En Uruguay, antes de la pandemia, poco más del 40% de los jóvenes había finalizado la Educación Media Superior entre sus 20 y 24 años de edad. Es decir, bastante por encima de la edad habitual. Esa característica no cambió demasiado con el paso de los años porque la mitad no logra finalizar, en tanto abandona o tiene una baja asistencia.
A lo largo de los años, diversos análisis se han enfocado a las fallas del propio sistema educativo que no modificaba sus pautas. Porque ese joven sin estudios finalizados, tendrá una trayectoria laboral condicionada a la precarización o bajos salarios.
La Ley General de Educación (N°18.437), sancionada en 2008, define la obligatoriedad de la educación inicial, a partir de los cuatro años de edad, la educación primaria y la educación media. Por lo tanto, la aspiración es que un adolescente permanezca en el sistema educativo y no se retire antes para desempeñar trabajos que, inevitablemente, lo llevarán a la informalidad. Las realidades familiares son diversas y, a menudo, los jóvenes se encuentran en la disyuntiva de elegir el camino del trabajo o el del estudio.
En ese marco es que Uruguay sostiene los índices más elevados de abandono concentrados en la Educación Media. No obstante, hay una tendencia a pensar que el trabajo es un factor determinante para que un adolescente resuelva abandonar sus estudios. Por el contrario, los diversos análisis sociológicos concluyen que no es la razón principal, sino que hay factores vinculados a la trayectoria educativa.
En los últimos años se registran aumentos en los egresos educativos, pero el panorama se repite desde hace una década. El ejemplo es claro: de cada cien niños que ingresan a la educación primaria, egresan 99. De esa cifra, unos 73 finalizan la Educación Media y son 45 los que egresan de la Educación Media Superior.
Sin embargo, la mitad de esa población ubicada entre los 99 que salió de la escuela y los 45 que terminó el liceo, pertenecen a los sectores medios de la sociedad. Es decir, no es una población denominada “vulnerable”.
Y es posible que ese escenario abra la puerta a otra realidad reciente. Según un informe del Centro de Estudios para el Desarrollo, seis de cada diez personas desempleadas tiene menos de 30 años. Por lo tanto, los jóvenes no encuentran un segmento en el mercado laboral. Y mientras el país ostenta –de acuerdo a cifras oficiales– una de las tasas de desempleo más bajas de la región en torno al 8%, la población entre 18 y 24 años, triplica esa cifra que trepa al 26,4%. Es una brecha “llamativamente alta”, según el documento.
Es que al comparar este dato del desempleo con las trayectorias educativas, se encuentra a una población que no tiene experiencia laboral y su única herramienta es la formación académica. Por lo tanto, es un futuro que condicionará su situación socio-económica, su desarrollo humano y, sin dudas, los beneficios que pueda brindarle la seguridad social. → Leer más