En El Salvador, país ubicado en el litoral del océano Pacífico, se yergue la cárcel más grande de América Latina. Construida para albergar a unos 40.000 pandilleros bajo un régimen de excepción, decretado por el presidente Nayib Bukele, que es la respuesta institucional para enfrentar a la Mara Salvatrucha y Barrio 18, las temidas organizaciones internacionales de pandilleros que asolaron las ciudades y zonas rurales con asesinatos por encargo, extorsión, imposición del narcotráfico y contrabando de armas, entre otros ilícitos que atravesaron a los distintos gobiernos.
Porque cuando en Colombia se construía una cárcel para que Pablo Escobar Gaviria pasara sus días de la mejor forma posible a finales de la década de 1980, Bukele se decidió por todo lo contrario a inicios de su mandato hace dos años.
En realidad, las “maras” han provocado el mismo nivel de terrorismo en las calles que el narcotráfico en Medellín o en cualquier ciudad sudamericana. La diferencia es que Bukele recluyó a los primeros 2.000 pandilleros en esta megacárcel por varios años. Es un espacio delimitado por dos kilómetros de cemento reforzado, mallas electrificadas, alta tecnología con sensores de movimiento, detectores de calor, reconocimiento facial, sin privilegios ni celulares, ni visitas de familiares. Unas condiciones que las instituciones de derechos humanos han puesto sobre el debate y denunciado como polémicas.
Pero, ¿cómo surgieron las pandillas que durante décadas mantuvieron a la población de rodillas, tanto en este país como en Honduras o Guatemala? El Salvador libró una cruenta guerra civil en la década de 1980 que se saldó con la emigración de más de medio millón de habitantes, la muerte de unos 75.000 y la desaparición de otros 12.000, sin que los relatos recuerden que los orígenes pandilleros se encuentran un poco más al norte, en Estados Unidos.
Los migrantes salvadoreños que llegaron a California en condiciones difíciles, comenzaron a protegerse entre sí con la integración de estos grupos y su división en dos. En Los Ángeles surgieron como la Mara Salvatrucha y la Barrio 18, que inicialmente era una pandilla de mexicanos. Ya en América Central a comienzos de los 2000, asolaron las zonas pobres y se extendieron poco a poco a toda la nación. Tanto fue así que consiguieron transformarla en una de las más violentas del mundo y sus pandillas fueron incluidas por Estados Unidos en la lista de organizaciones criminales internacionales.
En el año 2015, El Salvador registraba 106 homicidios cada 100.000 habitantes. En 2021 la tasa bajó a 18 y el año pasado culminó con 10 muertes violentas cada 100.000 habitantes. Fueron décadas de persecución y enjuiciamientos, pero los pandilleros aún dominaban las calles. Las treguas con el gobierno no se respetaban y se perdían en una maraña de negociaciones por privilegios carcelarios con los cabecillas.
Hasta que Bukele ganó en primera vuelta en 2019 y, a pesar de gobernar los primeros dos años con la mayoría opositora en el Poder Legislativo, se llevó adelante un juicio histórico que recluyó a unos 400 pandilleros y más de una docena de cabecillas a 60 años de prisión. Desde comienzos del año pasado, El Salvador se encuentra en un estado de excepción que limitó la libertad de asociación y suspendió el derecho a ser informado sobre las razones de una detención y la asistencia de un abogado. Y, desde entonces, han capturado a más de 60.000 pandilleros y realizado minuciosos registros en los barrios, con la sombra de la duda puesta por las organizaciones de derechos humanos sobre si no cabe la posibilidad de que en esas redadas caiga algún inocente.
Como sea, las estadísticas del gobierno presentan un marcado descenso de los homicidios y una opinión favorable sobre la metodología utilizada por el presidente Bukele. No obstante, el resultado final demostrado en la crónica internacional comenzó bastante antes.
Luego de las elecciones legislativas, Nuevas Ideas –el partido del presidente– se impuso por una mayoría del 70%, destituyó a la Suprema Corte de Justicia y al Fiscal General. Esa decisión recibió críticas de la comunidad internacional. Allá fueron la OEA, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Alta Comisionada por los Derechos Humanos de la ONU a rechazar fuertemente la decisión presidencial. Pero era nada más que el comienzo de lo que vendría después y con la frase: “estamos limpiando nuestra casa y no es de su incumbencia”, Bukele zanjó cualquier discusión.
Acto seguido, modificó una serie de leyes sobre el sistema judicial y una en particular, que jubila a los magistrados que hayan cumplido 60 años de edad o tengan 30 años de carrera. Impone sanciones y resuelve traslados tanto de jueces como fiscales en función de los intereses del Poder Ejecutivo, enmarcado en una decisión que fue interpretada como la voluntad de sacar del medio a los magistrados que no son afines a las decisiones gubernamentales. A esto se suman las restricciones para el acceso a la información pública, con la incorporación de la declaración patrimonial de aquellos que ejercen la función pública como de estricta confidencialidad. Una cuestión que haría las delicias en lares uruguayos. Pero, es Bukele y todo esto le ha valido el mote de “dictador cool”.
Al hombre de 41 años que gobierna El Salvador le quedan dos años de mandato y la Constitución prohíbe expresamente la reelección presidencial. Pero, quién sabe. Todo dependerá del cristal con que se mire e interprete la Carta Magna salvadoreña.
El gobierno ya impulsa cambios en el articulado y la extensión del período a 6 años. Y, aunque estas restricciones al Estado de Derecho se protestaron en las calles, Bukele volvió a militarizar el país y trató de terroristas a sus manifestantes. Al día de hoy, la popularidad de presidente alcanza el 87%.
Por ahora, en las retinas queda un video promocional que muestra a presos que corren en paños menores, agazapados entre militares dentro de la cárcel más grande de América. Y enfoca al presidente que llega orgulloso al territorio con máximas medidas de seguridad. Pero también demuestra que las estadísticas pueden tener un peso electoral acorde a la circunstancias en un país que hoy es el menos violento de la región.
Claramente, el principio de “mano dura” no es aplicable en todos lados. Porque, mientras en algunos países –como Uruguay– se sostiene el porcentaje de presos más elevado que la media mundial, continúan los debates sobre la pertinencia de una política penitenciaria con reinserción social.