Estoy convencida de que vale la pena continuar con este tema, porque existen anécdotas muy interesantes sobre la vida de este fabuloso inventor. En una Selecciones del Reader’s Digest, la número 600, se publicó una condensación del libro de C. B. Wall , titulado “Incandescent genius”, de la cual extraeré algunas. Como se dice ahora, imperdibles (no sé si esta palabra está en el diccionario de la RAE, pero es la exacta).
“Una noche de primavera, cuando sólo tenía 5 años, lo encontraron sus padres en el pajar de un vecino, puesto pacientemente en cuclillas sobre una nidada de huevos de pato. Había estado allí 10 horas por lo menos, y estaba tiritando de frío, no obstante lo cual protestó amargamente cuando sus padres se lo llevaron a casa. Al día siguiente al amanecer se hallaba de nuevo en el nidal. En ese primer experimento daba muestras ya de la porfiada tenacidad que habría de caracterizarlo toda la vida”.
En su adolescencia publicó un pequeño periódico, El Heraldo Semanal, el primer periódico que se editaba en un tren en marcha, que publicaba noticias locales provenientes de todos los pueblos del trayecto. Pero para aumentar la circulación, añadió una crónica de chismografía que firmaba con el seudónimo de “Paul Pry”. Rotulaba a sus personajes con las iniciales. Hablaba del “reciente enamoramiento de Fulana y Zutano; de lo mal que le caían los tragos a Mengano; de cómo y cuándo quedó Perencejo con un ojo amoratado”.
Al fin un ciudadano, aludido con las iniciales JHB, lo encontró paseando por la orilla del río St. Clair y lo arrojó al agua con ropa y todo. Ya en todas las estaciones había “comisiones de recibimiento”, lectores enojados, que lo obligaron a desistir del periódico.
Más adelante “se convirtió en un telegrafista errante. Su insaciable curiosidad y su inmenso afán de conocimiento de todo lo que existe bajo el Sol, lo señalaban como poco apto para una colocación fija. Donde quiera que se encontrase, habría de estar llevando a cabo sus experimentos químicos y eléctricos, leyendo desde la noche hasta el amanecer, y durmiendo únicamente cuando lo rendía el cansancio”.
Cuando tenía 23 años comenzó a trabajar en su propio taller, con un personal de 18 hombres, que lo llamaban “el Viejo”. “Su aspecto descuidado era de extraña madurez. Robusto de cuerpo, penetrantes los ojos bajo las pobladas cejas, y la frente extraordinariamente ancha, solía pasearse por el taller con el vestido arrugado y manchado de grasa, que le daba un aire de vagabundo descarriado más que de joven y próspero industrial”.
“Pagaba salarios altos, pero exigía de todos la misma consagración absoluta al trabajo de que él daba ejemplo. Odiaba a los que vivían pendientes de la hora, por lo que hizo colocar hasta media docena de relojes en el taller, marcando horas diferentes”.
El día de su casamiento con Mary Stilwell, pocas horas después de la ceremonia se excusó ante los invitados y se marchó al taller “por breves minutos. A la medianoche lo encontró allí el padrino de bodas enfrascado en sus experimentos”. “Acabas de casarte y Mary te espera para emprender el viaje de Luna de miel a Boston”, le dijo. Edison salió poco a poco de su abstracción y dando un golpe sobre el escritorio exclamó: -Es verdad! ¡Yo me he casado hoy!” Pero su matrimonio fue feliz a pesar de tal mal comienzo.
El día en que inventó el fonógrafo, Edison daba vueltas a la manivela y recitaba en voz alta: “María tenía un corderito de lanas blancas como la nieve”. Al terminar la recitación volvió a colocar la aguja en el punto de partida y otra vez dio vueltas a la manivela.
“De pronto su voz comenzó a salir misteriosamente del cilindro giratorio. Se hizo silencio completo en la habitación. Los trabajadores contenían el aliento, el corazón queriendo salírseles por la boca. Algunos se persignaron. El propio Edison se hallaba un tanto asustado. El milagro del nacimiento del fonógrafo acababa de realizarse”.
Su segunda esposa, Mina, le preparaba alimentos y se los llevaba personalmente en una bandeja al laboratorio, para cerciorarse de que comiera, porque él ni siquiera pensaba en comer. Con frecuencia le enviaba un psicolabis a la oficina diciendo: “Me agradaría mucho verte alguna vez esta semana”.
Así respondió a los cronistas de la prensa que deseaban conocer las opiniones que profesaba acerca de Dios y la religión. “Después de muchos años de observar los procesos de la Naturaleza, yo no puedo dudar de la existencia de una Inteligencia Suprema. La existencia de ese Dios, a mi juicio, casi podría probarse por la química”.
Se le preguntaba a qué se debían sus triunfos y él respondía: A la persistencia. “¿Qué es el genio? Dos por ciento de inspiración y 98 por ciento de transpiración”.
Tía Nilda