“Las Ciencias Políticas son unas ciencias cambiantes. Cada vez existen nuevos desafíos y nuevas formas de hacer política y de analizarla. La política es un hecho social en continua evolución”, ha sintetizado Víctor Rennobell, coordinador de la revista Política Hoy, en su última edición.
La construcción de la institucionalidad democrática, tan trabajosa en un recorrido tan lleno de tensiones, de derrotas y victorias, ha entrado en una fase de agotamiento y de concentración del poder, tanto económico como político. Y, especialmente, una invisibilización de las gobernanzas, cada vez más concentrado y protagónico. Obviamente, no es ajeno a ello la construcción de mitos de roles, como aquello de cómo ser un líder, con características supra individualistas y mágicas. Pero las organizaciones no funcionan ni se desarrollan en función de dogmas ni mucho menos en un mesías.
El liderazgo se caracteriza por la capacidad de crear una visión e inspirar a otros a alinearse tras esa visión. Liderazgo es, esencialmente, influencia: se trata de motivar y ratificar el objetivo común. Pero frecuentemente, se entiende el liderazgo como autoridad, incluso, autoritarismo.
Una organización, y el poder político y su gestión van en esa senda, requieren de un enfoque sistemático, planificación, organización y control. De todos modos, hay que tener presente que el liderazgo autoritario, reconocido por su rigidez y centralización de poder, sigue siendo un tema de debate en el ámbito empresarial y político. Se trata de un estilo, que destaca por la obediencia y la autoridad del líder. Este concepto de liderazgo autoritario viene de muy atrás, de reyes, emperadores y generales, que ejercían un control absoluto sobre sus tierras y ejércitos. En el siglo XX, Max Weber (1864 – 1920), sociólogo y economista, profundizó reflexiones sobre burocracia y autoridad, desde una concepción belicista de la política, la economía y la propia vida. Weber sistematizó una base teórica que sigue aportando a una comprensión moderna del liderazgo autoritario.
También vale la pena ir al rescate de algunas afirmaciones de Weber y su aplicabilidad ante los procesos de globalización. En este sentido, hay que marcar que la teoría weberiana sirvió para indagar sobre los tiempos actuales, en los que en algunas reflexiones que se cuestionan si el mundo se precipita hacia un espacio más ordenado o si, por el contrario, vamos hacia mayores desintegraciones. Las fuentes de las que abreva la formulación teórica de Weber insistieron en que el capitalismo sin valores, que había transformado a la búsqueda del lucro como un fin en sí, vaciaba de sentido no sólo la economía sino también los más diversos ámbitos de la vida, la propia vocación social y transformadora.
Volviendo a los conceptos de Weber sobre los problemas políticos, una cuestión central de su obra, sus reflexiones y conclusiones, reflejaron su preocupación por el destino incierto de su país. Su preocupación se centraba en las amenazas que significaban las naciones más consolidadas, pero también el atraso de la economía y las cuestiones vinculadas con los déficits de participación de la ciudadanía ocuparon repetidamente su atención. Los continuadores de la sociología weberiana apelan en sus abordajes sobre la política un cuidado hilo de alegaciones que cuestionan severamente la mistificación de la vida pública.
…como profesión
En su libro La política como profesión, Weber afirma que la acción política canaliza y, también, satisface esa aspiración de ser parte del poder. Y advertía que quienes hacían política aspiraban al poder como medio al servicio de otros fines (egoístas o idealistas) o al poder “por sí mismo”. También para disfrutar del prestigio con el que tienta el poder.
¿Y hoy?
Vivimos otro tiempo. En sentido profundo, diferente. Con la sociedad civil preocupada y avocada a encontrar otras formas de participación, nuevas formas de integración para la proposición de asuntos de interés colectivos. Porque de lo que se trata es de proponer e impulsar cambios desde estas nuevas formas de participación, sin renunciar a las convencionales, teniendo presente los nuevos desafíos de la nueva comunicación política.
Comprender y apropiarse de las nuevas formas de comunicación es vital para la acción militante, para vincularse con la sociedad toda, especialmente sus votantes y hasta para gobernar. Ahora, las nuevas formas de identidad tienen dimensiones nacionales como supranacionales que proponen e imponen una nueva forma de pensar y repensar los estados, los nacionalismos y todos los procesos identitarios de este nuevo siglo. Y hay una nueva lógica, una utilización amigable, una novedosa estética, que reflejan el cambio de prioridades de electores y elegibles.
La autocracia informativa sola, por sí misma, no puede sostenerse. Hacerlo en un espacio de democracia es la única posibilidad de supervivencia.
Las nuevas herramientas tecnológicas han abierto nuevas posibilidades cuyo secreto y esencia reside en el control de la información. Ello no es nuevo. Los predecesores autocráticos innovaban también con el uso de la propaganda.
Hay autores que advierten de las prácticas “autocráticas informativas”. Hay que observar el surgimiento de herramientas sostén de una nueva modalidad de autocracia contemporánea. Este modelo enfrenta a un líder contra una “élite informada”: Y el líder transmite su propia propaganda y puede censurar los mensajes de la élite o cooptar a ella para que guarde silencio.
Los nuevos dictadores
Los nuevos dictadores no se parecen en nada a los viejos dictadores del siglo XIX y XX. Aunque se inspiren ideológicamente en ellos, desde su agresividad hasta elementos identitarios, son hijos de esta época. Dicho de otra manera, apelan a las nuevas herramientas tecnológicas, y son intensos usuarios de Internet. Son usuarios de las redes sociales, hacen sus avances en la inteligencia artificial, apelan a espacios en las nubes, y actúan, como tantos, desde la reserva que la red ofrece, el más completo anonimato hasta el más conveniente.
Si los antiguos dictadores se encumbraron mediante la violencia, el terror y la dominación ideológica, el perfil de esta nueva generación de autócratas es diferente: intenso uso de los medios de comunicación y las redes sociales. Junto a ello, hay un rediseñado del gobierno autoritario adecuado a un tiempo más sofisticado y globalmente conectado.
El campo de batalla ideológico se ha trasladado al espacio intangible, pero conserva su esencia: los dictadores como Erdogan, como Orbán, controlan y distorsionan la información que toleran llegue a los ciudadanos. Se cumple simulando prácticas democráticas, pero deforman las noticias para engañar y alinearse en las expectativas de la sociedad. Pretenden mostrar una imagen de apertura al mismo tiempo que el engaño noticioso es permanente, así como la censura.
Estos dictadores del siglo XXI se valen de las instituciones democráticas para debilitar la democracia misma, sin descuidar sus pedidos permanentes y crecientes de un mayor apoyo internacional que les asegure comodidad financiera para sus andanzas.

