COP30 y la urgencia de actuar

No solo por su ubicación simbólica en el corazón de la Amazonia, sino también por el momento crítico que atraviesa el planeta en materia ambiental, la historia de las negociaciones climáticas globales está viviendo un punto de inflexión con la reunión de la COP30, que se desarrolla en Belém (Pará, Brasil), con la participación de jefes de Estado, ministros, diplomáticos, representantes de la ONU, científicos, líderes empresariales, oenegés, activistas y otros miembros de la sociedad civil de más de 190 países. A una década del Acuerdo de París, firmado en la COP21, el mundo entra en la fase de implementación. Las metas de limitar el aumento de la temperatura global a 1,5 °C y los compromisos de financiación climática serán temas centrales para monitorear el progreso desde la COP29 y acelerar futuras acciones. Los principales desafíos incluyen alinear los compromisos de los países desarrollados y en desarrollo en relación con la financiación climática, garantizar que las metas de reducción de emisiones sean compatibles con la ciencia climática y abordar los impactos socioeconómicos del cambio climático en las poblaciones vulnerables. En este contexto, América Latina —y en particular el Cono Sur— se encuentra en una encrucijada donde el cambio climático amenaza con deshacer décadas de avances sociales, económicos y ambientales, perfilando un panorama en el que la pobreza infantil emerge como una de las expresiones más dramáticas de la crisis climática. Precisamente, desde este Sur global y en el corazón de la Amazonia, la COP30 se convierte en un espacio donde los países del Sur exigen justicia, equidad y acciones concretas. El presidente Luiz Inácio Lula da Silva lo expresó con claridad en la apertura de la conferencia al señalar que “estamos yendo en la dirección correcta, pero a la velocidad equivocada”, reclamando que los países dejen atrás las promesas vacías y haciendo un llamado a situar a las personas en el centro de las decisiones climáticas, fortaleciendo la gobernanza global y cumpliendo los compromisos asumidos. Para los países del Cono Sur latinoamericano —Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay—, el cambio climático hace ya tiempo dejó de ser una amenaza futura, convirtiéndose en una realidad que está erosionando sus sistemas productivos, sociales y ecológicos. La región enfrenta una combinación de impactos que agravan la pobreza estructural y generan nuevas formas de vulnerabilidad. La agricultura de secano, que representa el sustento de miles de pequeños productores, está siendo afectada por las sequías y la desertificación. También se observa la reducción de los glaciares andinos, especialmente en el noroeste de Argentina y Chile. Las pérdidas de cosechas no solo reducen los ingresos rurales, sino que también elevan los precios de los alimentos para los habitantes de las ciudades, afectando principalmente a las poblaciones urbanas en situación de precariedad. El estrés hídrico es otro factor crítico. Zonas como el Chaco argentino-paraguayo y el centro de Chile enfrentan una escasez severa de agua potable y para la producción agropecuaria, lo que genera migraciones forzadas hacia ciudades sin infraestructura adecuada, incrementando los cinturones de pobreza urbana y sobrecargando los servicios públicos. En nuestro país, las tormentas intensas, las sequías y el aumento del nivel del mar nos enfrentan a diversos desafíos relacionados con la producción agropecuaria, la necesidad de mitigación y la preparación frente a fenómenos climáticos adversos, así como las amenazas a las infraestructuras costeras, que suelen ser atendidas desviando recursos de programas sociales esenciales. La salud pública también se ve afectada y se encuentra en riesgo en la región. No podemos olvidar el aumento de enfermedades vectoriales como el dengue, la fiebre amarilla o la malaria, especialmente en zonas subtropicales del Cono Sur, como el norte de Argentina y el propio Brasil y Paraguay. Se trata de una situación que se ha agudizado en los últimos años y afecta a sistemas sanitarios ya de por sí debilitados. Desde el punto de vista de los ecosistemas, la degradación de humedales —como los de la zona Paraná-Paraguay— implica también la pérdida de medios de vida ancestrales y de conocimientos tradicionales relacionados con el uso medicinal de las plantas, la artesanía y los oficios. Esta desconexión cultural reduce la resiliencia comunitaria. En este escenario, la infancia se convierte en la principal víctima silenciosa del cambio climático. Según un informe conjunto de la Cepal y Unicef, al menos 5,9 millones de niños y jóvenes latinoamericanos caerán en la pobreza para 2030 como consecuencia directa de la crisis climática. Aún más: si los países no cumplen sus compromisos de reducción de emisiones y no priorizan la adaptación, el estudio prevé que esa cifra podría alcanzar los 17,9 millones. El impacto de esta caída en la pobreza abarca múltiples dimensiones: inseguridad alimentaria, deserción escolar, trabajo infantil, enfermedades, migración forzada y pérdida de oportunidades futuras. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que cada año escolar perdido reduce en un 9 % los ingresos futuros de un joven, y que la desnutrición crónica afecta su desarrollo cognitivo y físico, perpetuando la pobreza intergeneracional. De acuerdo con los estudios existentes sobre el tema, los mecanismos de transmisión de la pobreza climática son complejos y se retroalimentan. La pérdida de ingresos familiares por eventos extremos obliga a los niños a abandonar la escuela para trabajar o cuidar enfermos. Las enfermedades relacionadas con el clima, como el dengue, generan gastos médicos que superan las posibilidades de los hogares vulnerables, mientras que la falta de acceso al agua potable y al saneamiento básico expone a los menores a riesgos sanitarios de diversa índole. Por otra parte, la migración climática, cada vez más frecuente en el Cono Sur, expone a las personas a diferentes tipos de explotación. Son realidades que están sobre la mesa de la COP30, cuyo “Llamado a la acción” exige que al menos el 5 % de los fondos climáticos globales se destinen a la educación adaptativa y la protección social infantil. Sin embargo, solo el 0,3 % del financiamiento climático llega a proyectos educativos del Sur global, lo que representa una falla estructural en la arquitectura financiera internacional, la cual prioriza la mitigación del cambio climático en los países desarrollados y deja en segundo plano la adaptación en las regiones más vulnerables. Esa es una injusticia climática de primer orden, dado que los países del denominado Sur global —América Latina, África, Asia y Oceanía— soportan aproximadamente el 80 % de los impactos climáticos, pese a contribuir con solo el 10 % de las emisiones históricas. Por todo esto, la COP30, realizada en el país vecino, no puede ser una conferencia más: debe marcar un punto de inflexión con la urgencia de actuar y proteger a quienes más sufren las consecuencias del cambio climático.

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