El mes pasado, el Ministerio de Salud Pública publicó en su página web un estudio realizado por Cifra al público adulto para conocer la “Percepción de la población sobre la salud mental y hábitos de consulta y tratamiento”.
La consulta, efectuada a más de 800 personas, revela que un tercio se considera bastante informado, en su mayoría mujeres de Montevideo, y que la patología más recordada es la depresión.
El informe revela, además, que la primera reacción de los consultados ante un problema de salud mental sería recurrir a un profesional.
Los indicadores de soledad y estrés son mucho más pronunciados entre los jóvenes, quienes también presentan insomnio y tensión. Pero, en el conjunto, 3 de cada 10 adultos manifiestan falta de bienestar, más frecuente entre los residentes de la capital que se atienden en ASSE y cuentan con menor educación formal.
La depresión es más frecuente entre las mujeres mayores de 45 años, mientras que la ansiedad predomina entre los menores de esa edad. El estudio señala que más de la mitad de los participantes toma algún medicamento para tratar su problema, aunque la medicación es mucho más habitual entre las mujeres y los mayores de 45 años.
En sus conclusiones, el documento señala que la información que reciben los consultados sobre el acceso a la salud mental es “poca, y obtenida a través de medios de comunicación tradicionales y nuevos (redes sociales)”.
La cuarta parte de la población “se ubica en el máximo índice de soledad” y el 29% tiene “baja autopercepción de bienestar”. Sin embargo, pese al considerable porcentaje de personas que manifiestan trastornos en su salud mental, existe un grupo significativo que no recibe tratamiento. Además, un 20% de adultos no reconoce su problema, aunque presenta síntomas que sugieren lo contrario, según los índices de soledad y estrés que revela el estudio.
Por lo tanto, al menos en Uruguay, resulta un desafío mejorar la información, la llegada al público objetivo y la atención de la salud mental.
El estigma es un obstáculo contrario al objetivo planteado, y resulta relevante acortar los tiempos de espera para la atención profesional. Más importante aún es la disponibilidad de recursos entrenados en el primer nivel de atención, capaces de identificar los síntomas en los usuarios y concretar una correcta derivación a los especialistas.
Sin embargo, ninguno de estos objetivos se logrará sin campañas de educación y concientización sobre aspectos que van más allá de la consulta con un especialista. La rápida identificación y el entrenamiento de otros recursos comunitarios pueden ser un atajo. De lo contrario, no se cumplirá con la “territorialidad”, tantas veces mencionada en los discursos, pero que no llega efectivamente a esos “territorios”.
Esto mismo ocurre en el interior del país y en las zonas rurales, donde estos flagelos también están presentes. Si se observa más detenidamente, la depresión es notoriamente más frecuente en el resto del país entre las personas mayores de 45 años.
Porque no es el exceso de campañas de información y educación lo que hará efectivo el objetivo trazado por las autoridades de mejorar los índices de atención, sino la pronta capacitación de los recursos humanos ya existentes.
No obstante, estos recursos deberán incrementarse, porque quienes están abocados a su tarea específica —personal de la salud, referentes barriales, educativos o deportivos, entre otros— no pueden asumir mayores obligaciones. En cualquier caso, siempre hay que recordar aquello de “cuidar al que cuida”.
Por eso, la prevención es el paso previo al diagnóstico de la patología ya instalada, que requiere atención médica antes de su agravamiento.
Por el momento, las comunidades que no cuentan con suficientes recursos capacitados siguen identificando al profesional médico como la primera ayuda ante sus problemas. Y eso resulta lógico.
Pero aparece un problema emergente entre los jóvenes. Esta población menor de 30 años padece mayormente ansiedad y ha perdido el tabú de contar lo que le sucede. También es una franja etaria acostumbrada a obtener respuestas en segundos gracias a las nuevas tecnologías y aplicaciones. Pero es la misma población que no encuentra la misma rapidez de respuesta para lo que le ocurre en un mundo hiperconectado e hiperestimulado.
Todo esto se aceleró tras la pandemia. Porque el mundo prepandemia ya estaba conectado, ya experimentaba soledad y vínculos deteriorados. Parece ser el precio a pagar, en todas las edades, por el estado de bienestar y compañía. Dos mensajes que fluyen constantemente y muestran la cara mezquina de la humanidad en la inmensidad de canales de comunicación existentes.
Por lo demás, están las pérdidas que se pueden contabilizar en otras estadísticas: horas de trabajo y estudio perdidas, certificaciones laborales y bajos resultados en el ámbito educativo. Es posible prever, con bastante inmediatez, cifras negativas en poblaciones a las que no se les pregunta qué les sucede.
También aparece el aislamiento social, la distancia entre pares aunque se encuentren uno al lado del otro, y la debilidad de vínculos que tienden más a romperse que a recomponerse. La poca tolerancia a las opiniones negativas, la rapidez —generalmente negativa— en las reacciones ante gran cantidad de estímulos y un temperamento de cristal que se quiebra con facilidad.
Todo esto ocurre en un mundo que ofrece, como nunca antes, tantas libertades y derechos, y tanta accesibilidad a bienes materiales y a la información que cada uno desea ver o escuchar.
Pero la abundancia deja espacios vacíos que, según estas estadísticas, solo se completan con medicación. Mientras tanto, los trastornos se multiplican y, a mayor cantidad de diagnósticos, más tiempo perdido.


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