Tecnología y salud: oportunidades y riesgos

La tecnología está transformando la medicina con una velocidad que sorprende incluso a quienes trabajamos en el sistema de salud. Lo que hace pocos años parecía futurista —consultas virtuales, algoritmos que sugieren diagnósticos, cirugías con asistencia robótica— hoy ya forma parte de nuestra práctica cotidiana. Pero conviene recordar que ninguna innovación es positiva o negativa en sí misma: su valor depende de cómo la incorporemos al cuidado, de las reglas que la regulen y de si ponemos en el centro a las personas y no a los dispositivos.

Cuando hablamos de tecnología en salud, no nos referimos a un único objeto. Incluye desde la telemedicina y las historias clínicas electrónicas hasta los relojes inteligentes que registran pasos y frecuencia cardíaca, las aplicaciones móviles, la inteligencia artificial aplicada a imágenes y los sistemas de big data que analizan millones de datos epidemiológicos. Cada herramienta ofrece oportunidades y riesgos propios.

Entre las oportunidades, la primera es la mejora del acceso. La telemedicina permitió, durante la pandemia, llegar a pacientes en zonas alejadas, y hoy sigue siendo un puente entre el especialista y el usuario que vive en localidades rurales, evitando viajes innecesarios y reduciendo tiempos de espera. Otra ventaja es la posibilidad de hacer prevención más efectiva: los dispositivos que registran actividad física, sueño o glucemia ofrecen datos que pueden usarse para orientar campañas de salud pública y detectar a tiempo conductas de riesgo.
También hay un impacto claro en el diagnóstico y el tratamiento. La inteligencia artificial aplicada a radiografías, resonancias o colonoscopías ayuda a detectar lesiones tempranas que un ojo humano podría pasar por alto. La cirugía asistida por robot, utilizada en centros de referencia, permite movimientos más precisos y recuperaciones más rápidas en algunos procedimientos. Los registros clínicos electrónicos, cuando son interoperables, facilitan la continuidad de la atención, evitan la repetición de estudios y reducen errores asociados a la falta de información. Finalmente, el análisis de grandes bases de datos ofrece oportunidades para la investigación y para tomar decisiones en tiempo real durante brotes o epidemias.

Pero la otra cara son los riesgos. El primero, y más evidente, es el de la privacidad. Los datos clínicos son extremadamente sensibles, y las filtraciones o el uso comercial sin consentimiento pueden generar daños irreparables. No menos importante es el sesgo de los algoritmos: si un sistema se entrena con bases de datos que no incluyen a toda la población, reproducirá desigualdades y cometerá errores sistemáticos en determinados grupos.

La seguridad informática es otra amenaza. Los hospitales se han convertido en blanco de ataques de ransomware que paralizan servicios enteros. Además, la dependencia de pantallas y protocolos digitalizados puede empobrecer el vínculo clínico, reduciendo la relación médico–paciente a un intercambio de datos y olvidando la escucha y el contexto humano.
También hay riesgos legales y regulatorios. Muchas aplicaciones de salud se lanzan sin evidencia suficiente y sin supervisión de agencias regulatorias. Surge la pregunta inevitable: ¿quién se hace responsable cuando un algoritmo falla y un paciente sufre consecuencias? A esto se suma la obsolescencia tecnológica: centros que invierten en soluciones costosas y propietarias pueden quedar atados a sistemas difíciles de sostener en el tiempo.

¿Qué hacer ante este panorama? En primer lugar, los reguladores deben establecer marcos claros de protección de datos y exigir validación clínica rigurosa para cualquier herramienta que impacte en decisiones médicas. Las instituciones de salud tienen que invertir en ciberseguridad, definir quién accede a la información y auditar los sistemas. Los profesionales médicos debemos mantener el criterio clínico como brújula: la tecnología debe apoyar, no sustituir, la relación asistencial. Y la comunidad debe informarse, exigir transparencia y participar en el debate sobre qué usos aceptamos y cuáles no.
La conclusión es sencilla: la tecnología puede ampliar derechos o generar nuevas exclusiones. Puede mejorar diagnósticos o multiplicar errores. Puede acercar a las personas o alejarlas detrás de pantallas. La diferencia la marcarán nuestras decisiones colectivas. Si logramos regular con inteligencia, invertir con prudencia y mantener siempre al paciente en el centro, las oportunidades superarán los riesgos. Pero si nos dejamos llevar solo por la fascinación tecnológica, corremos el riesgo de perder lo más valioso de la medicina: su rostro humano.

El desafío es, entonces, integrar la innovación sin renunciar a la ética, a la seguridad y al vínculo personal. La medicina del futuro será inevitablemente digital, pero debe seguir siendo, por sobre todo, profundamente humana.

Dr. Gonzalo M. Deleón Lagurara, presidente del Colegio Médico Regional Norte, jefe del Servicio de Cirugía – Hospital de Paysandú, profesor adjunto, Clínica Quirúrgica 3, Facultad de Medicina (UdelaR)

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