De finales “infartantes” y otras yerbas

Uruguay ya tuvo un final con resultados abiertos en instancias electorales. La noche del domingo 24 no fue la primera vez, pese a la trascendencia y declaraciones –algunas desajustadas a la realidad– que esgrimieron analistas y dirigentes políticos.
Cuando Julio María Sanguinetti resultó elegido presidente por segunda vez, el 27 de noviembre de 1994, el electorado apareció dividido en tres tercios, y comenzábamos a hablar en Uruguay de la conclusión de la era del bipartidismo; aquellas se transformaron en las últimas elecciones antes de la instalación del balotaje electoral que definitivamente quitó las múltiples candidaturas por partidos.
Ese día, la diferencia entre blancos y colorados en el escrutinio primario fue de aproximadamente 22.000 votos o 1,2% que se transformó en 23.000, con el recuento de los 65.341 votos observados. O sea, 3% del total, lo que significa el doble de las elecciones del domingo pasado. De ese porcentaje, Montevideo tenía 16.869 y el Interior, 48.472 votos observados.
Los colorados obtuvieron 32,25%, los blancos 31,21% y el entonces Encuentro Progresista – Frente Amplio 30,61%. Es decir que, entre el primero y el tercero, la diferencia no alcanzaba al 2%. Un resultado “infartante”, si se quiere definirlo de alguna manera.
El gran estratega de Sanguinetti resolvió ofrecerle la candidatura a la vicepresidencia a Hugo Batalla para lograr el retorno de los votos que se habían ido al progresismo. Pero, como en cualquier alianza, siempre hay heridos y el Partido por el Gobierno del Pueblo (PGP) obtuvo solo una banca a diputado, además del cargo de Batalla.
Por aquellos años, las encuestadoras no tenían la relevancia ni el interés actual y la ciudadanía tuvo que esperar hasta pasada la medianoche, para que al despuntar el lunes, la tendencia fuera confirmada como favorable para Sanguinetti. Sin embargo, los sondeos de opinión en los días previos lo aclamaron como claro favorito. Al momento del conteo, la diferencia con los blancos era tan estrecha que no se perfilaba siquiera un claro presidente electo.
Por su lado, los votantes progresistas crecían en la capital del país, donde retuvieron la Intendencia y comenzaban a afianzarse en el Interior, con un claro protagonismo para el entonces intendente Tabaré Vázquez.
También fueron elecciones discutidas por la postulación de Mario Carminatti en Montevideo, que venía de dos períodos en Río Negro y la prohibición del entonces presidente Luis Lacalle de Herrera al uso de su imagen en un spot publicitario que Sanguinetti protestó por considerarlo una “censura previa”.
Y claramente, aunque no había tecnología disponible ni estrategias avanzadas para las campañas electorales, la encuestadoras también le erraron en aquella instancia. Como el caso de una, efectuada a boca de urna por el Instituto de Estadísticas de la Facultad de Ciencias Económicas, que daba como ganador al Encuentro Progresista. Aquel, también, fue el último año de los debates televisivos y ocurrió mucho antes que Tabaré Vázquez se negara a hacerlo mientras miraba la pizarra y calculaba el perjuicio de enfrentarse a otro candidato. En 1994 se enfrentó a Sanguinetti y el moderador fue Jorge Brovetto, quien algunos años después resultara electo presidente de la fuerza política que representaba el propio Vázquez. Algo impensable hoy, porque prenderían fuego a la redes con los candidatos incluidos. Sin embargo, ocurrió y nadie protestó ni impugnó la instancia de debate de ninguna manera.
Claramente era otro país, pero también era otra generación de ciudadanos. Ni mejores ni peores que estas, sino diferentes en aspiraciones y actitudes. Porque no debemos olvidar que durante aquella noche se registraron incidentes donde hubo baleados. Hoy, las diatribas son verbales y circulan en formatos de video que se viralizan en las redes y aparecen en cualquier momento. Incluso en las vedas electorales, con el objetivo de darle alimento a los distraídos que aún no cayeron en el manejo “virtual” que tiene el tiempo “real” en estas nuevas formas de comunicación. Es el pasto que comen las fieras, con la plena conciencia que los transforman en rebaño, pero no hacen nada al respecto. Ni siquiera darse cuenta y reaccionar a tiempo.
Hoy, el resultado desajustado de las encuestas –unos 180.000 votantes que se fueron al FA en tres días y nadie “previó”– es explicado por el “Efecto Atocha” o el mensaje final que el senador electo, Guido Manini Ríos, envió a los militares para que no voten al Frente Amplio y que resultó divulgado con demasiada histeria o mala leche.
O el comunicado emitido por un periódico militar. O al efecto del voto del exterior, solventado por una campaña lanzada por el oficialismo hacia los uruguayos residentes en Argentina, o al “voto a voto” impulsado por el Frente Amplio y que tuvo una gran labor de la militancia.
Sin embargo, lo cierto es que en 3 días las encuestadoras le erraron… feo. Cualquier explicación parece más una excusa que una razón razonable. Y como decíamos, no es la primera vez que erran.
Lo malo de esos “errores” es que supuestamente estamos ante trabajos hechos con rigurosidad científica, con márgenes de error previsibles, que brindan datos confiables. Pues nada de eso es cierto, a la vista está. Peligrosamente las encuestadoras “tiran” números para un lado o para otro y juegan con el desencanto de la gente, que por suerte esto es Uruguay y a nadie se le ocurre incendiar el país porque lo que indicaban las mediciones no se cumplió. Y nadie se hace cargo. Es algo que sin dudas debería cambiar, porque de la forma en que se está haciendo además, sin dudas influye en la decisión de los votantes.
Pero lo cierto es que la historia de los finales ajustados vuelve a repetirse, sin que esto signifique el fin del mundo. Lo único que provoca algo de nostalgia es que hasta el domingo contábamos como un patrimonio uruguayo, la dignidad republicana, serena y sin tantos bailes, del reconocimiento de la victoria del adversario. Lo precisaba el sistema político, incluso ante la esperanza –ya improbable– de que el conteo final lo revierta.