Solicitada

¿DEMOCRACIA?

Tenemos un problema con la democracia.
Creemos identificar inequívocamente aquello que define y distingue tal modelo de ordenamiento social y nos preciamos de reconocer y de valorar las ventajas comparativas que ofrece con respecto a cualquier otro sistema organizativo para establecer y para preservar una convivencia pacífica y constructiva entre quienes lo adoptan. Pero a fin de relacionarnos, de interactuar y de comprometer nuestros intereses, recíprocamente creamos estructuras vinculantes –políticas, jurídicas, económicas y administrativas– no sólo incompatibles con este paradigma institucional, sino que atentan directamente contra su eventual puesta en práctica.
El ideal democrático probablemente surgió a partir del concepto de isonomía; los atenienses del Siglo VI antes de la Era Cristiana tal vez llegaron a él como desarrollo intuitivo de la convicción a la que arribaron al comprender que, si pretendían erradicar los conflictos para coexistir armoniosamente, incentivando y optimizando su esfuerzo mancomunado en procura de un bienestar individual y colectivo deseable para todos, ninguno tendría que imponer sus pretensiones al resto…; que por tanto era imperioso no violentar los fueros privativos de nadie, aunque también sería imprescindible concederse unos a otros facultades para intervenir de manera oportuna, ponderada y eficaz en los asuntos que por ser de índole corporativa les deparaban equivalentes gratificaciones y contrariedades, los perjudicaban o favorecían por igual y generaban idénticas obligaciones y derechos para cualquiera de los involucrados en el devenir cívico de su comunidad.
Introdujeron así un estilo de relacionamiento interpersonal excelente, único, insuperable…: si cada sujeto quedaba facultado para resolver al margen de intromisiones ajenas lo que fuera de su exclusiva incumbencia y si además –concomitantemente– se le otorgaban potestades para gravitar con libertad y equidad en las decisiones que se tomaran sobre cuanto lo afectase, ¿qué tipo de asociación podría resultarle más atractiva y conveniente a cualquier ser humano? ¿Qué grado superior de autonomía e independencia podría reclamar quien aspirase a vivir en el seno de una comunidad organizada? ¿Qué trato más ecuánime podría exigir alguien criteriosamente? Por añadidura, ningún requisito adicional sería forzoso cumplir a efectos de lograr ese acuerdo perfecto: bastaba –en suma– respetar las atribuciones ajenas y actuar según el sentir general en lo concerniente a todos.
Asombrosamente –sin embargo– pese a declarar en forma explícita y con entusiasmo que suscribimos a estas dos elementales normas básicas, razonables e incontrovertibles, obramos en todas las regiones del planeta de manera radicalmente distinta: celebramos a menudo comicios con voto universal para zanjar asuntos que sólo atañen o importan a cierta parte de la ciudadanía y con frecuencia vulneramos el ámbito particular, privado e íntimo de incontables personas a través de mandatos emergentes de las urnas; y para colmo, en lugar de guiarnos por la voluntad conjunta nos regimos por las preferencias de algunos, por el deseo preponderante, por lo que disponen las mayorías; en consecuencia, las medidas que adoptamos violentan de modo inapelable las aspiraciones de sectores que circunstancialmente pudieran llegar a tener tantos integrantes como la mitad menos uno del total de los implicados en el tópico a dirimir, los cuales inexorablemente quedan frustrados, indignados, molestos, resentidos.
Con ello en cada consulta popular –en cada plebiscito, en cada referéndum, en cada elección de autoridades públicas– originamos, agudizamos, expandimos y perpetuamos desavenencias y antagonismos; provocamos animosidades, acicateamos discordias, intensificamos enojos, ahondamos rencores, propiciamos una hostilidad eviterna. Y todo esto creyendo insensatamente que, al preceptuar como de obligado cumplimiento aquello que disponga la cantidad más alta de nosotros, actuamos con sabiduría, con justicia y con lealtad en aras de la concordia y de la prosperidad ecuménica. Un proceder absurdo, irracional, disparatado.
Los demócratas de la venerable Atenas garantizaban a cualquier ciudadano el derecho de manifestar en el ágora su opinión acerca de cualquier tema y de controvertir e impugnar las posturas coincidentes o discrepantes con las mociones ahí presentadas; esto evidencia que su propósito no era limitarse a contabilizar cuántos estaban a favor y cuántos en contra de lo planteado, sino intercambiar ideas, propuestas y sugerencias apuntando a disipar con argumentos, concesiones y tolerancia la oposición o la renuencia de los desconformes para llegar a un consenso global en lo atinente a todos.
Esa debió ser –obviamente– su intención: hallar fórmulas adecuadas para satisfacer las reivindicaciones de cada uno por vía de compensar a los no agraciados cuando resultara imposible complacer a todos con una sola e idéntica medida. Por ello seguramente cultivaron el debate y se volvieron expertos en oratoria, lógica, dialéctica y retórica; destrezas útiles y hasta indispensables para negociar con interlocutores habilidosos y díscolos pero que habrían sido innecesarias y aún contraproducentes de haber consistido su objetivo en que los más impusieran sus designios a los menos.
Adicionalmente, creer que su aporte a la civilización pudo haber sido legitimar un burdo mecanismo incruento de avasallamiento, abuso y opresión, es disparatado y ofende la memoria de tan ilustres pensadores: doblegarse ante las pretensiones de un grupo adversario más numeroso es una conducta instintiva de aplacamiento y de sumisión practicada maquinalmente incluso por los animales más primitivos. Pero ni siquiera hoy –dos mil seiscientos años después de su prodigioso alumbramiento intelectual– nadie –a lo largo y a lo ancho del mundo– parece haber comprendido en su verdadera esencia tan genial doctrina. Y esta incapacidad nos arrastra vertiginosamente hacia un trágico destino de confusión, caos y conflictividad autodestructiva.
Sergio HebertCanero DávilaFundación Homini Veritas