Hay más de 220.000 uruguayos que producen alimentos para satisfacer las demandas de unos 20 millones de personas en el mundo. Sin embargo, las exportaciones se destinan a países con baja o moderada inseguridad alimentaria, como China o Europa. Las necesidades hoy se concentran en África o el sudeste asiático, pero esas son cuestiones estrictas del mercado y sus ganancias. De hecho, si los productores de alimentos hubieran resuelto el hambre a nivel global, las estadísticas no indicarían un incremento en la cantidad de personas con hambre en los últimos años.
También es cierto que las pérdidas y desperdicio de alimentos en Uruguay es el 10% de la oferta disponible para consumo humano, según un estudio de la FAO publicado hace dos años. En dinero, puede estimarse en unos 600 millones de dólares, o un millón de toneladas de alimentos por año.
Lo cierto es que este 2020 marcará un punto de inflexión con respecto al acceso a la alimentación. A los registros que evidenciaban una situación complicada, deberá sumarse la COVID-19 que profundizó la situación negativa en 45 países que necesitan ayuda alimentaria externa.
Solo en América Latina, este año padecen hambre unos 50 millones de personas, los precios se encarecieron y alcanzaron a los productos de primera necesidad. Los déficit de producción y las dificultades de acceso a los países que se blindaban por la pandemia, arrojaron resultados negativos. En realidad, a nivel global, registró la mayor alza de los últimos seis años, de acuerdo a la agencia de las Naciones Unidas.
En cualquier caso, la mirada hacia el mercado interno tampoco ha sido una solución, porque los consumidores se manejan con cautela ante la inestabilidad laboral, desempleo elevado y, como el caso uruguayo, un alto índice de envío al seguro por desempleo.
Seguramente la falta de alimentación será visible por sus consecuencias a largo plazo. Hasta el año pasado, América Latina había logrado bajar los índices de retraso en el crecimiento infantil, si bien incrementaba sus guarismos de sobrepeso y obesidad. Las evaluaciones ulteriores mostrarán los resultados de la pandemia y las dificultades para acceder a alimentos con calidad nutricional.
En Uruguay, la pandemia hizo visible una problemática existente desde antes del primer caso constatado de COVID-19. Es decir, desde la declaración de emergencia sanitaria el 13 de marzo.
Comenzaron a instalarse merenderos y ollas populares. Fue tal la asistencia y las colas, que evidenciaban una problemática preexistente. Porque en un país productor de alimentos había cola para pedir un plato de comida, por lo tanto, demostraba que en tiempos de “vacas gordas” no hubo una coordinación para evitar que esos miles tuvieran una solución relativa.
Y el término relativo se aplica a la duración en el tiempo de ollas populares que en su mayoría se sostienen por el aporte voluntario de vecinos, en insumos y horas trabajadas. Además de la relatividad en la ayuda, porque no aporta a una dignidad humana.
Con la urgencia del momento, la institucionalidad junto a las organizaciones sociales comenzaron con la entrega de canastas de alimentos. No obstante, fue notoria la disparidad en la planificación de las tareas y la experiencia en la asistencia a personas vulnerables. Como sea, todos se encontraban frente a una situación inédita –que continúa– donde, además, debe incluirse la exhortación a un menor tránsito de personas y mayor aislamiento social.
Hoy, la evolución de la pandemia plantea una incertidumbre y la cautela en el manejo de los recursos a partir de la disponibilidad del Fondo Coronavirus. Y eso ocurre tanto a nivel del gobierno nacional, como en los gobiernos departamentales. En este último caso, las capacidades de despliegue y de posibilidades de gastos se encuentran limitadas porque los recursos debieron redireccionarse en atención a la emergencia sanitaria.
Los resultados adversos en materia de empleo e ingreso de los hogares serán visibles al finalizar el año y los informes institucionales se mostrarán, seguramente, en 2021. Pero queda claro que el escenario estaba complicado aún antes de la pandemia.
No es posible olvidar que en febrero, el desempleo ya se ubicaba en 10,9% con un déficit fiscal que mostraba dificultades para bajar desde el 5% del PBI, en donde se encontraba desde el año 2019, cuando mostraba un franco crecimiento.
El sistema de protección social del país, que lleva años en atención a niños y adolescentes, se focalizó en reforzar las prestaciones de estos hogares en alta vulnerabilidad socioeconómica.
A partir de esta coyuntura, tan particular y global –porque no es una crisis únicamente uruguaya, a pesar de las discusiones partidarias que son públicas a través de las redes– el país deberá replantearse nuevas políticas y fortalecer los programas ya existentes para favorecer la seguridad alimentaria de esa población.
Los últimos datos registrados por el Observatorio de los Derechos de Niñez y Adolescencia del Uruguay y que corresponden a 2017, señalaban que la pobreza entre menores de 3 años alcanzaba al 18% y entre los niños afrodescendientes era el doble. Es posible que la pandemia nos golpee nuevamente en la cara.