Programas de rehabilitación que siempre faltaron

El niño de 11 años que portaba un revólver durante una rapiña ocurrida en el barrio montevideano del Cerrito de la Victoria, mientras amenazaba a la empleada de una carnicería por el dinero, sorprendió a la opinión pública por su precocidad y experiencia.

A medida que transcurrían los días y se difundía que su madre lo entregaba a la policía, también se conocía que era adicto a la pasta base junto a otros dos hermanos. Y que su madre pidió ayuda al INAU porque “no podía con ellos”. Ante una problemática reiterada, también se confirmaba la ausencia de abordajes múltiples y por más que ocurra en un año de pandemia, los cuestionamientos a la falta de recursos y de un enfoque acertado, son de larga data.

Ante la constatación del descenso –cada vez más notorio– en las edades de consumo, cualquier análisis apurado puede contextualizar esta problemática en este tiempo de contingencia sanitaria. O en que el sistema educativo expulsa o en que las familias no tuvieron oportunidades porque quedaron excluidas del sistema.

Sin embargo, la institucionalidad establecida con anterioridad a la pandemia tampoco pudo construir una respuesta sólida para quienes tenían problemas de adicción; de lo contrario, este flagelo no se hubiera incrementado en medio del discurso de las “políticas inclusivas”.

Porque el escenario ya estaba complicado. A comienzos del año pasado, es decir, antes de la pandemia, el Observatorio Uruguayo de Drogas señalaba que 3 de cada 10 estudiantes entre 13 y 17 años tuvieron uno o más episodios de abuso de consumo de alcohol en los últimos 15 días. En segundo lugar, se encontraban las bebidas energizantes, al tiempo que muy cercanos en el tercer y cuarto lugar, se encontraban la marihuana y el tabaco.

Casi el 21% de los estudiantes, en ese rango etario, había consumido tranquilizantes alguna vez en su vida y el 8,3% lo hacía sin prescripción médica. Analizaba, hace más de un año, que la marihuana estaba en crecimiento constante y se notaba un descenso en la percepción del riesgo.

Y claramente aseguraba que el consumo era menor en estudiantes con padres involucrados en sus actividades, que aquellos que tenían un bajo involucramiento. En este último caso, en los adolescentes menores de 15 años, el riesgo era seis veces mayor.

Porque la encuesta aseguraba que el consumo de cualquier sustancia era mayor, si en la casa alguien también consumía. Hace unos siete años, el Parlamento uruguayo aprobó la regulación del mercado de la marihuana y sus derivados para evitar la venta del prensado paraguayo. Hace dos años, uno de cada diez consumidores admitía que acudía a su compra en el mercado negro. Sin embargo, tampoco significaba que los restantes nueve fueran al mercado regulado. Las estadísticas correspondientes al 2019, es decir, antes de la pandemia aseguraban que el 13% de los adolescentes que consumieron cannabis en el último año, presentaba riesgo alto del uso problemático de esta sustancia. Pero llegaba al 80% entre quienes lo consumían todos los días.

Ambas sustancias –marihuana y alcohol– han sido estudiadas en encuestas oficiales, pero con la pasta base ocurre lo contrario. La elevada estigmatización de sus consumidores y sus conductas –generalmente asociadas a la delincuencia– invisibilizaron las edades de consumo.

Cuando comenzaron a registrarse los primeros casos, en 2002, el sistema de salud no tenía información para tratamientos y abordajes. Los mitos comenzaron a cruzarse y continúa de la misma forma, casi veinte años después. En los años siguientes se consolidó su consumo y la internación era cuestionada por los hechos de violencia dentro de los espacios creados para su contención. Es decir, nuevamente la institucionalidad no estaba preparada para enfrentar un consumo ya instalado.

En torno al 2005, uno de cada tres usuarios de pasta base había pasado por centros de acogida o de reclusión para adolescentes. Y el 44% había estado en la cárcel después de los 18 años, sin diferencias de género.

Unos años después, la pasta base formaba parte de los discursos durante las campañas electorales y comenzaba a elevarse la percepción pública que asociaba este consumo con la delincuencia. Por lo tanto, lejos de transformarse en una política pública, a pesar de la intensa bibliografía creada por técnicos en la materia que estudiaban el fenómeno y presentaban estadísticas, con el paso de las décadas fue incrementándose. Y cada vez a menor edad.

Por eso, en el INAU no hay sorpresas. Allí aseguran que, incluso, 11 años no es la edad de menor consumo. Porque este niño que rapiñaba a punta de pistola ya había participado de otros ilícitos, vivió toda su corta vida en un contexto de alta vulnerabilidad y se había escapado en tres ocasiones del Instituto del Niño y el Adolescente. Es inimputable, basado en el Código del Niño, porque las sanciones se cumplen desde los 13 años. Sin embargo, le corresponde un tratamiento de rehabilitación y la indagatoria a sus padres por presunta omisión de los deberes inherentes a la patria potestad.

En este caso, rapiñaba acompañado de mayores. Pero no hace mucho tiempo, sobre finales de 2020, una banda conformada por cuatro adolescentes de 11, 14, 15 y 16 años se tirotearon con la Policía en Ciudad de la Costa. Eran muy conocidos entre Montevideo y Canelones por la violencia utilizada en los atracos. A pesar de la difusión del caso, el Ministerio del Interior asegura que los adolescentes participan en el 5% de los homicidios y representan el 5,5% del total de los imputados.

Esto suma a la alarma pública y se responsabiliza a sus referentes familiares. A pesar de sus contextos de vulnerabilidad, los resultados de la atención institucional –que ya tiene largos años– está a la vista. La interpelación debería instalarse en los resultados de los programas de rehabilitación con un enfoque multidisciplinario. Si es que tales programas existen.