Juan Bentos, múltiples oficios de atención al público y el gusto por aprender música que no tiene edad

Juan Bentos, en la lectura del diario todos los días.

Juan Bentos nació hace 86 años en la zona del puerto y vivió allí durante 22 años, “cuando el puerto estaba en auge. Vengo de una familia muy pobre y vivíamos atrás de la barraca Americana. Allí nos agarró la creciente de 1941, cuando yo tenía 6 años. Era un barrio con comercios de diversos rubros y vecinos conocidos”, relata a Pasividades.
Asistió al colegio Don Bosco hasta quinto año de educación primaria. “En ese momento los curas, que nos enseñaban muy bien, me dijeron que al último año lo hiciera en la escuela pública número 1, para facilitar mi ingreso al liceo. Hice eso y cuando salí de la escuela, entré a la secundaria”.
En Don Bosco “entrábamos a las 8 de la mañana y salíamos 11.30 y de 13.30 a 16.30. Íbamos de lunes a miércoles, el jueves era libre y hacíamos viernes y sábados. El domingo había que ir a la misa. Era obligatoria si queríamos jugar en el Oratorio”.
Juan tiene tres hermanos y recuerda que sus abuelos tenían una propiedad en Colón y Queguay, actual doctor Luis Alberto de Herrera, donde habían instalado un almacén.
Su padre era peón de campo. “Se iba a las trillas y pasaba seis meses trabajando. De ahí se iba a las esquilas” hasta que un día tuvo la oportunidad de conseguir un nuevo trabajo en las dragas del puerto, que le permitía permanecer más tiempo con su familia.
Sin embargo, falleció a los 50 años y cambió la situación familiar. “Yo era estudiante de abogacía. Estaba haciendo el segundo año en Montevideo y se me cortó la carrera. Tuve que volver a Paysandú para trabajar”, recuerda.

El primer trabajo

Su madre se fue a vivir con los abuelos de Juan y dejó la casa del puerto, donde permaneció junto a un hermano. Mientras buscaba trabajo, aprendió contabilidad hasta que se presentó en un concurso.
Era impulsado por el estudio contable del contador Juan Cernicchiaro en el Liceo Departamental, donde se presentó junto a varios aspirantes. Ganó ese concurso e ingresó a la empresa de José Estefanell S.A, almacén panadería y fideería. “Era un comercio grandísimo que estaba en la calle Leandro Gómez, entre Zorrilla y Dr. De Herrera. Iba desde la mitad de la cuadra hasta la esquina. Doblando, tenía un enorme galpón que siempre estaba lleno de mercadería. Por Leandro Gómez atendía a la gente, al fondo estaba la panadería y arriba la fideería. Atracaban los camiones que cargaban la mercadería en bolsas para distribuir en la campaña y la ciudad”.
Las cuentas se pagaban contra la cosecha o al año o a seis meses. “Había trabajo y éramos muchos empleados. Ese fue mi primer trabajo donde estuve durante trece años. Allí conocí a don Luis Moretti, uno de los principales del hipódromo San Félix. Nos hicimos muy conocidos en el comercio y me propuso ir a trabajar como boletero. Terminé como cajero general y allí estuve durante 22 años”.
Asegura que “siempre quise aprender y cuando llegaban los contadores a la empresa, me gustaba atenderlos. En el escritorio hacíamos todo a mano, porque no había siquiera una sumadora, que llegaron bastante después”.
En forma paralela trabajaba en la empresa de Estefanell y en el hipódromo. “Esos mismos contadores me sugerían que trabajara en mi casa con las empresas chicas en la parte contable e impositiva. Así comencé a hacer los trabajos de gestoría en aquellos años y asesoro hasta el día de hoy”.
Recuerda que “a los libros contables había que llevarlos al juzgado para su registro”. Allí, su relacionamiento con los actuarios era diario y lo llevaba a ampliar sus conversaciones a aspectos legales basados en su conocimiento como ex estudiante de abogacía.

Su etapa de rematador

Un día vio un llamado a inscripción para rematador judicial, escrito en un pizarrón de la sede judicial. Con el apoyo de algunos funcionarios y luego de estudiar en unos librillos, se presentó junto a otros tres concursantes. “Dos perdieron y dos ganamos. A partir de allí, me convertí en rematador judicial”.
Dejó el trabajo con Estefanell y a los dos meses ingresó en el escritorio de la empresa Pablo Xaubet S.A. Había conocido al empresario, mientras realizaba la tarea de gestoría para un particular en un banco.
Estaba acostumbrado a realizar las tareas contables en una época donde lo primordial se escribía a mano, al igual que los trámites bancarios y el manejo de la caja. Su disposición lo llevó a ingresar a trabajar con un salario de 300 pesos mensuales.
“Le pedía para salir y me iba a hacer los remates. Hasta que un día acordé el cobro del despido y me fui. En ese momento puse un local de remates en Rincón y Varela, justo enfrente donde vivía con mi señora. Es decir que pagaba dos alquileres y Xaubet fue mi garantía”.
Por entonces ocurrió el golpe de Estado. “Un día llegaron efectivos y me prohibieron continuar con el trabajo. Tenía que pagar el local, los empleados y avisos que salían en ese tiempo en el EL TELEGRAFO. Me cortaron los brazos y tuve que continuar con la gestoría. La situación se me complicó porque tenía tres hijos”.
Juan recuerda “siempre a mi vecino que vivía en el piso de arriba, Rodolfo Pepe. Los viernes hacía asado y me invitaba. Lo mismo hacía yo, a la semana siguiente. Cuando se enteró que me quedé sin trabajo, me sugirió que vendiera quiniela y un día me trajo una libreta. Así vendí quiniela, en bicicleta, durante 40 años. Mientras, continuaba con mi trabajo de gestoría y al terminar la dictadura ya no volví a los remates”.

En la quiniela y la remolacha

Con los años se vinculó con la Sociedad de Plantadores de Remolacha. “Necesitaban fiscales para el turno de la tarde y la noche en Azucarlito. Allí, luego de un llamado, fui elegido para controlar el producto. Al cabo de unos años tuve un breve pasaje por el laboratorio hasta llegar al control del reloj. Estuve allí hasta que se terminó la remolacha”.
Pero siempre tenía un trabajo que lo esperaba. “Continué con la venta ambulante de quiniela y la gestoría. Tenía una buena clientela porque vivía en una zona de consultorios de doctores. Además de una amplia clientela en PILI, donde se sumaban los jefes y funcionarios”.
Su aspiración era vender en un lugar fijo y ante la salida de la vendedora anterior, solicitó ubicarse en la agencia de Copay, en Felippone y Washington. “A la quiniela la dejé un año antes del fallecimiento de mi esposa que murió hace 5 años y medio. Ella me pedía que dejara de trabajar y cuando lo hice al poco tiempo la perdí. Cuando quedé solo, mis hijos me pidieron que me fuera con ellos pero resolví que no y me quedé en mi casa. Entré en una gran depresión porque con ella nos llevábamos muy bien y estuvimos juntos durante muchos años”.
Para salir adelante resolvió que debía hacer otras cosas. “Quise aprender música y me inscribí en el curso de batería, a los 80 años. Cuando se declaró la pandemia, estaba formando una orquesta porque me compré mi equipo. Pero hasta el día de hoy no he podido concretarla. También aprendí ajedrez para mantener la mente despierta y leo mucho. Así pude seguir con mi vida”, concluye Juan.