La guerra de la cancelación

La “cancelación” puede considerarse un fenómeno de esta era híbrida, donde muchos de los miles de millones que pisamos este planeta viven parte de su vida en esa surte de dimensión virtual que conocemos como redes sociales. Allí, en ese éter digital, fue donde empezó la cancelación, el unfollow y el block, en español “dejar de seguir” y “bloquear”. Cuando uno deja de seguir y bloquea a otra persona en Twitter, Facebook, Instagram y el largo etcétera que le sigue, simplemente deja de tener noticias de esa otra persona, desaparece, pasa a estar cancelada. Claro, el principio no era más que un número que retrocedía en una estadística muy apreciada por los usuarios de las redes. Pero de la mano de otro fenómeno, la viralización, la cosa se empezó a volver masiva y a realmente comenzó a afectar al “cancelado”, porque las consecuencias empezaron a permear hacia la vida real.
Pero ahora, en lo que parece una nueva fase del fenómeno, estamos comenzando a tener “cancelaciones” directamente en la vida real. Cancelaciones absurdas, más allá de que se invoquen los más nobles propósitos al llevarlas a cabo, como intentar frenar una guerra. Y es lo que está pasando. En los últimos días, desde el inicio de la incursión (ilegal e injustificable, por cierto) de Rusia en Ucrania que se vienen repitiendo acciones que pretenden absurdamente solapar el legado cultural y científico de Rusia a la humanidad. Un legado cuyo valor es imposible discutir.
Circula por las carreteras de la información una publicación que resume algunas de estas acciones. “Prohibieron la ópera Boris Godunov en Varsovia, prohibieron un curso de Dostoievski en Italia, echaron de la filarmónica de Múnich al maestro de maestros, cancelaron los conciertos de la Netrevko, Plácido Domingo no pudo llegar a Moscú para el concierto del 8 de marzo”. Quien escribió esto (se le atribuye a Laura Phoenix, pero no se lo pudo chequear) se pregunta si lo que sigue es “que se prohíba el uso de la tabla periódica de Mendeleiev en los colegios occidentales; Tchaikovsky tiene que ser declarado músico no grato en los teatros del mundo; el ballet Cascanueces será declarado antidemocrático y antioccidental; no se volverá a enseñar el cálculo de Demidovich en las universidades; las pinturas de Chagall, Repin, Surikov, Kandinsky y Filonov tienen que ser sacadas por la puerta trasera de los museos; quemamos los libros de Tolstói por zarista, los de Dostoievski por epiléptico, los de Ajmatova por libertaria, los de Doblatov por solo tener una maleta”.
Hubo además una serie de prohibiciones que afectaron a deportistas rusos por parte de distintas federaciones, deportistas que ya venían complicados porque no se les permitía representar a su país debido a los escándalos de dopaje, se les autorizaba a participar en competencias internacionales pero sin el estandarte de su país. Pero ahora fueron directamente cancelados. Cancelados no por sus decisiones (como puede asumirse ocurre en un caso de dopaje, ya que se asume que hay una responsabilidad del atleta al aceptar someterse a una práctica de este tipo), sino por la determinación de su gobierno, por una decisión política que no está a su alcance torcer. Y por más que públicamente muchos se hayan manifestado en contra de la decisión de su país, igual, ha sido borrados de toda competencia.
Esto partió de una recomendación del Comité Olímpico Internacional a las federaciones deportivas de prohibir la participación de atletas rusos y bielorrusos en las competencias internacionales por haber violado ambos países la “tregua olímpica”. Recordemos que se estaban disputando los juegos olímpicos de invierno cuando se produjo la invasión, y lo que se interpreta es que “mientras que los atletas de Rusia y Bielorrusia podrían continuar participando en eventos deportivos, muchos atletas de Ucrania no pueden hacerlo debido al ataque a su país”. Una justificación para aplicar la cancelación generalizada a atletas que no han sido consultados respecto a su postura frente a esta guerra.
Otro caso emblemático es el de Yuri Gagarin. Conocido en todo el mundo, el astronauta ruso fue el primer ser humano en ir al espacio. Se decía que se le habían retirado en la Fundación Espacial (con sede en Colorado Springs, Estados Unidos) todos los honores. La institución desmintió este extremo, pero aclaró que lo que sí hizo fue modificar el título de un evento que celebraba anualmente y que llevaba por nombre “Yuri’s Night” (La noche de Yuri), por “A Celebration of Space: Discover What’s Next” (Una celebración espacial: descubrir qué es lo próximo), lo que no hace mermar el reconocimiento a Gagarin y su hazaña. La organización –sin fines de lucro– indicó en un comunicado que al anunciar el evento de este año a fines de febrero y principios de marzo, “comenzó a recibir una serie de publicaciones negativas sobre Rusia”, por lo que “queriendo asegurarnos de que el enfoque de la noche se mantuviera en nuestros objetivos: el inicio del décimo aniversario del Centro de Descubrimiento de la Fundación Espacial y la recaudación de fondos para nuestros programas educativos, tomamos la decisión de cambiar el nombre”. Y es que así opera este fenómeno: por presiones que se van contagiando y reafirmando hasta obligar a la consabida cancelación.
Un absurdo colectivo que nos que pone de manifiesto la ridiculez a la cual estamos llegando como sociedad, completamente irracional, de la mano de los extremismos mucho más extremos que nunca gracias a la “aldea global” que nos hemos convertido.
¿O acaso en Uruguay deberíamos hacer de San Javier –pueblo de descendientes de rusos– un guetto hasta que termine la guerra porque en su plaza principal luce un juego de matrioska? ¡Esperemos que a nadie se le ocurra! Aunque la estupidez humana no tiene límites.