Las cifras de los delitos y sus diferentes relatos

Al escenario de las muertes violentas en Uruguay no se llega por consecuencias espontáneas. El deterioro tiene años y, aunque la discusión política carezca de lealtad, en algún momento alguien desde su lugar deberá reconocer que el declive comenzó hace mucho tiempo.
Si bien se ha perdido el respeto por las estadísticas, que son presentadas por los mismos funcionarios desde administraciones anteriores, los homicidios han aumentado en lo que va del año. Sin embargo, las picardías se cuelan en el ambiente y nunca llegan a aclarar las diferencias existentes entre los enfrentamientos por deudas vinculadas al narcotráfico y las rapiñas a un ciudadano con resultado fatal.

Por más que las estadísticas muestren un descenso en las muertes por rapiña, existe una porfía por demostrar que todo es igual. Sí, son homicidios, pero agravados por cuestiones vinculadas a una red que ha profundizado sus tentáculos en América Latina y, en este contexto, Uruguay no es ajeno.
Tampoco es sana la naturalización de los asesinatos entre bandas rivales, porque se asemejará a lo que se hacía en otras administraciones. Ocurre que en medio de estos grupos criminales han quedado ciudadanos que nada tenían que ver, sino que acertaban a pasar por lugares que estas bandas ya han tomado como espacios propios. Y esa, también, es una cuestión que llevó años de miradas permisivas.

A lo largo del tiempo, se incrementaron los homicidios por variadas razones. Entonces, la estadística marca asesinatos por ser mujer, por deudas en una boca de droga, o por ganar terreno dentro de un barrio a una banda rival. De esta forma, las comunidades asisten con estupor a un delito que es imposible de justificar y que ocurre todos los días con una facilidad preocupante.
Sin embargo, no es una novedad que esta situación será difícil de corregir. Comenzar a hacer ajustes y reconocer las estadísticas negativas son pasos importantes que debe dar cualquier administrador con el objetivo de comenzar a instalar una política de Estado.

De lo contrario, leeremos el titular con admiración y sin comprender que la problemática es bastante más profunda. Porque es real que se produjeron siete asesinatos en menos de 24 horas entre el martes 23 y el miércoles 24, pero este indicador incomparable de violencia y criminalidad creciente no es novedoso en Uruguay.
Y un ejemplo alcanzará para recomponer la totalidad de la película que en los últimos días pretende presentarse por escenas aisladas. Entre el jueves 4 y el viernes 5 de octubre de 2018 ocurrieron seis homicidios en menos de 24 horas, con detalles similares a los actuales.

Es decir, los saltos significativos de los delitos, tampoco son nuevos y en Uruguay se incrementan desde 2012 en forma consecutiva. Si el país presentaba bajos índices delictivos en esos años anteriores, la tasa aumentó hasta 16,5 homicidios en el año previo a la pandemia. Al recuperar la movilidad social, en los primeros meses de este año, la cifra volvió a recrudecer. El descenso durante los dos años de pandemia tampoco puede presentarse como una suspicacia del gobierno, porque se utilizan los equipos y métodos de medición heredados del gobierno anterior.
Y no es un dato menor que la imagen de la Policía mejoró en los últimos años. En 2017, en comparación con otros países de la región, los efectivos uruguayos eran los más confiables del continente y Uruguay lideraba en el contexto sudamericano.

A nivel nacional, ese mismo año, el 59 por ciento de los uruguayos mantenía confianza en la institución. En mayo del año pasado, el máximo subió al 61 por ciento y es el guarismo más alto desde 1993. En el ranking de confianza ciudadana lidera las posiciones junto a otras instituciones, como las Fuerzas Armadas.
Y eso ocurre porque se ve una labor que se ha incrementado con mayor cantidad de indagados y condenados por la represión a distintos delitos. En el caso de las rapiñas, si bien han descendido en los últimos tres años, debemos recordar que durante la campaña electoral de 2014, el entonces candidato Tabaré Vázquez prometía un descenso del 30 por ciento de las rapiñas, y al final de su mandato se constataban más del doble.

El escenario fue siempre preocupante porque la inseguridad ciudadana es un freno al desarrollo social, humano y económico de cualquier país. Agranda la brecha, ya existente, entre la población y es un motivo más para el enfrentamiento político donde la verdad resulta herida de muerte.
Es un asunto incuestionable que el delito se va corriendo de territorio en la medida en que se ve cercado. Pero tampoco es posible su medición con exactitud porque, en cualquier caso, debería agregarse la información sobre victimización y sus perfiles, que siempre resulta incompleta.

El problema del combate al delito se encuentra hoy en la tasa de homicidios y allí parece necesario concentrar los esfuerzos porque, en su mayoría, son el resultado de la violencia entre delincuentes. Por lo tanto, se vuelve necesario enfrentar este flagelo sin el eufemismo del “ajuste de cuentas” que se utilizaba en otros momentos políticos. Porque aumenta el mercado de las bandas, pero también el salvajismo por cobrarse las diferencias con sus rivales o deudores. Incluso, hay narcos que aún lideran desde las rejas y eso continúa en el debe, a pesar del descenso en todos los demás delitos.

Es, también, insoslayable que la mayor discusión surge desde el sistema político que instala dudas y cuestiona las cifras oficiales. Es que las estrategias para su enfrentamiento son distintas, por lo tanto, una mirada al barrer sobre todos los delitos, permite una visión mezquina y sesgada.
Hay que recordar que el escenario no ha sido favorable para este gobierno y si la discusión es parte del juego democrático, entonces la lealtad de los argumentos –al menos– debería estar en manos de los ciudadanos.