Memoria de burradas (Escribe: La Tía Nilda)

Fueron burradas las que cometí a lo largo de los 35 años de trabajo en la escuela, es decir, torpezas o errores que ahora, a tantos años de distancia, hacen reír. Pero no era así en ese entonces.

Un día perdí el ómnibus para ir a la escuela de Algorta. En consecuencia, falté a la clase, sin quererlo. Me fui en el motocar, y llegué a la escuela a las tres de la tarde (nos quedábamos toda la semana en la escuela, porque era lejos de nuestras casa). ¿Y a quién encuentro nada más llegar? Pues a la inspectora Adelina, que había ido esa mañana, justamente para visitarme a mí. Por suerte, les había preguntado a mis alumnos si yo era una maestra faltadora, y ellos le dijeron que no. ¡Qué salvada!

Ya había tenido otro problema con esa inspectora, otro día en que me encontró in fraganti, haciendo algo que jamás había hecho antes, una desafortunada ocurrencia. La noche anterior había llenado el pizarrón con problemas, y había trasladado el escritorio al fondo del salón. Encima del escritorio, una pila de libros. Cuando ella llegó, yo estaba sentada, leyendo algo, en el escritorio, mientras los alumnos trataban de resolver algún problema. Nunca me sentaba, siempre estaba de pie en la clase, pero ese día estaba sentada. La inspectora quedó súper asombrada. Y me tildó de retrógrada, a mí, que siempre anduve buscando superarme en todo. Por supuesto que no me creyó. Había cometido otra burrada.

Cuando recién comenzaba a trabajar, y nada sabía de sapos y de ranas, enseñé a mis alumnos que un montón de huevos rosados que habíamos encontrado cerca del agua, eran de sapo. Y resulta que eran de rana, para ella. Ahora, después de un montón de años, vengo a enterarme de que esos huevos son de ampularia, un caracol. Así que esa vez no fui yo sola la ignorante. Un pequeño consuelo, aunque demasiado tarde.

Una tarde, en Algorta, se me ocurrió prender la cocina Volcán, a queroseno, por primera vez, porque siempre usaba un calentador. Jacque, la hija de una de las maestras, estaba en su corral, a mi lado, y Rosita, la otra maestra, andaba cerca. Las otras maestras estaban en clase.

Resulta que tomé el alcohol, intenté prender la cocina, pero no tuve suerte, salió una horrible llama negra, parecía que la cocina iba a explotar. Llamé a Rosita y de inmediato sacamos a la pequeña con corral y todo, y luego llamamos a Shirley, la mamá, que ayudó a apagar el incendio que comenzaba. ¡Qué julepe!

¿Qué había sucedido? Que utilicé una mezcla de alcohol y queroseno, que Rosita había preparado para lavar los vidrios. Resultado: no intenté más prender la cocina.

Otra anécdota con estas dos maestras que, por desgracia, ya no están en este mundo. Una noche me quedé sola en la escuela, mientras las otras tres estaban en la casa de la dire. Yo tenía un farol con mecha, cuando fui a apagarlo, se prendió fuego el queroseno y no pude apagarlo. Lo dejé afuera, al lado de la puerta de vidrio y me acosté a dormir. Cuando ellas llegaron al alambrado, que quedaba como a una cuadra de distancia, vieron la llama y creyeron que era una luz mala. Esta vez fueron ellas las del julepe, mea culpa.

En la escuela 6, en un tiempo fui la encargada del pasadiscos cuando había un acto. Era un aparato viejo, con un gran cablerío y parlantes. Cada vez que había un acto, era matemático, no funcionaba. Siempre teníamos que correr, buscando un vecino o alguien que solucionara el desperfecto.
Un día, sucedió el acabóse para mí. Estaban todos en el patio, esperando para cantar el Himno Nacional, cuando escucharon la canción de… Pinocho. Le había errado al disco. La dire me sacó de esa tarea.

Pasando el tiempo, un día fui a clase sin el cuaderno de planificar, porque se lo había prestado a mi compa y ella no me lo había devuelto. Planifiqué en una hoja cualquiera, que tenía en el bolsillo (trabajábamos con fichas, que ya estaban hechas, pero en el cuaderno estaba registrada toda la planificación al detalle). Pues justamente ese día en que me faltaba la planificación diaria, llega la inspectora. Otro día fatal para mí, aunque esta inspe no era tan desconfiada como la otra.

Y la última burrada ocurrió a poco tiempo de jubilarme, en la escuela 6. Había pedido en la Industrial que me consiguieran unos pulmones de cerdo, para tratar el tema de la respiración. Pero el día en que estaban prontos, en el liceo me invitaron para una jornada de Ciencias con una maestra que trabajaba nada menos que en la Unesco; por supuesto, no podía perderme esa oportunidad.

Avisé a la dire que faltaría ese día. Al otro día, los pulmones, que habían quedado en una heladera, estaban congelados. En la escuela los puse a calentar en una gran olla pero el tiempo pasaba y no había caso, así que los saqué, y cuando estaba luchando para librarlos del hielo, apareció la inspe. Mientras, los niños estaban dibujando porque, siguiendo la sugerencia recibida en la jornada anterior, les había pedido que dibujaran cómo ellos imaginaban un científico.

Otra burrada, porque mis energías enseñantes estaban concentradas en los pulmones no tenía mucho más trabajo preparado.

Poco tiempo después terminaba mi labor en la escuela, así que no pude cometer más burradas.

La tía Nilda